miércoles, 15 de abril de 2015

El cumpleañero

Fue en una playa del Caribe donde viví una de las experiencias más emocionantes de todos mis años. Estaba de luna de miel. Recién casada, un poco temerosa por el hecho de desconocer la respuesta, me preguntaba cómo iba a ser mi vida si llegaba a convertirme en mamá; trataba de imaginármelo, pero mi juventud y mi deseo de vivir me hicieron dejar de lado -al menos en los días que duró el viaje- mis inquietudes por el futuro que me esperaba.
Mi esposo y yo habíamos terminado de almorzar unos suculentos mejillones y una concha de mariscos cubierta de queso gratinado. Mientras tomábamos un afrutado vino blanco, íbamos recordando el año en que nos conocimos, el día en que nos hicimos novios y, por más enamorados que estábamos, seguíamos sin entender cómo es que habíamos terminado casados, siendo, como siempre fuimos, tan apáticos con eso del matrimonio y la familia.
Mientras conversábamos, reíamos y sentíamos nostalgia al recordar el ayer que nunca iba a regresar, mi mirada se trasladó a la cocina, en la que se hallaba la mesera que nos estaba atendiendo, con un hombre –que supuse que era su marido- y sus dos hijos. Por lo que pude entender, ya que hablaban entre alemán –debido a su nacionalidad- y español, al mayor le estaban festejando su mayoría de edad. Todos eran empleados del hotel, donde, a la vez, vivían. Por un momento, no escuché a mi esposo. De pronto me vi obsesionada con el cumpleañero. Pese a su juventud, tenía un cuerpo bastante desarrollado, que bien podía permitirle pasar por un chico de veintitantos años, de mi edad. Su piel era blanca como la misma crema con la que aderazamos los mejillones, pero de pronto tomaba un tono rojo o tal vez rosado como el daiquirí de fresa que yo había saboreado antes de la comida.
Mi esposo me hablaba, pero seguía sin prestarle demasiada atención. El cumpleañero dejó la mesa para meterse al mar con su hermano. Antes de hacerlo, se despojó de su franela, por lo que pude notar sus brazos fornidos. Sin comprenderlo, mi corazón se aceleró. Sentí un temblor dentro de mí que llegó a mis labios. No podía asegurarme si ese efecto me lo estaba causando el cumpleañero o el vino, del que ya me había tomado varias copas.
A la mañana siguiente, dejé a mi esposo dormido y me fui al mar. Ahí estaba él. Nuestras miradas se cruzaron. Una ola le sorprendió mientras se limitaba a detallar mi cuerpo.
Terminamos en un baño con olor a cocina y tubería, abrazados, viéndonos fijamente, deseando –sabiendo que eso jamás iba a suceder- en silencio que ese momento no tuviera fin. A pesar de que han pasado casi cuarenta años de aquel encuentro con el cumpleañero, de que mi matrimonio ha sido hermoso y tuve tres hijos ejemplares, aún enloquezco al recordar su mirada y al revivir su tacto sobre todo mi cuerpo.

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