lunes, 23 de noviembre de 2020

Gracias, Hanni

 

“Debemos vivir nuestra lentitud (…) Las ventanas de las casas se presentan como revelaciones”.

Hanni Ossott

 

 

“Una de las cosas más arduas es enseñar a leer poesía y yo la realizo. La poesía le llega a uno como llega el amor o la fiebre (…) A veces podemos leer reiteradamente  a un poeta y todavía no nos llega. Y es que no estamos preparados para él. La poesía tiene una duración, un tiempo (…) Leer poesía no es lo mismo que leer novelas o leer el periódico. Cuando leo poesía me encierro en mi cuarto para que no me vean, porque allí hago muecas, danzo, ondulo, leo en alta voz (…) me acuesto en el piso, lloro, es decir, me conecto con lo más profundo del inconsciente. Y eso no se le puede mostrar a nadie, para ello –como dice Virginia Woolf– es preciso tener un cuarto propio. No les aconsejo a mis alumnos, por ejemplo, que lean poesía en un carrito por puesto. Porque la poesía es un templo y a ella se va con una vestidura especial y adecuada. Un velo (…) hay que querer leerla (…) Averiguando qué diablos quiso decir el poeta. Porque los poetas son difíciles de leer” (Hanni Ossott, en “Cómo leer la poesía”, en “Obras completas”, páginas 920-922).

            Estar lejos de mi país, tener alrededor a poca gente que habla español, ha acrecentado como nunca mi necesidad de escribir. Ese creer que allí, detrás del papel o de la pantalla, hay alguien, por lo menos una persona, que lee estas líneas, es algo más que un gran respiro. Como ha afirmado Fernando Savater, somos humanos, por más que nos sintamos bien en soledad, por más que la busquemos y la disfrutemos, precisamos comunicarnos.

            “La casa no es un privilegio de la falsa riqueza sino de la riqueza misma. Los hombres siempre hacen casa, con lo que pueden, desde lo que pueden. Pero no todos los hombres piensan la casa, no todos la sueñan desde una intimidad. No todos son conscientes de ella. Bachelard dice de la casa que es alma. Nosotros podríamos agregar que ella es espejo de almas (…) La casa debería ser como el agua (…) a veces es demasiado rígida (…) detenida en el tiempo, como una memoria congelada (…) hay unas que son heladas, bien decoradas, pero frías. Como si en ellas nadie habitara. Se trata de casas ‘perfectas’. Sin almas, sin pasión. Casas racionales. Casas de revistas. El orden allí es tan exacto que podemos suponer que nada transpira allí, que el pan no se cuece, que el horno no arde (…) En el niño que queda en nosotros, la casa se vuelve búsqueda y reencuentro. Fundamos una casa nueva con la memoria de la casa de infancia (...) Ella debe tener una conexión con el alma. En ella deben estar expresos los viajes, las profesiones, los tíos, la imagen de la madre y la del padre, los amigos” (pp. 967-969).

            Hoy más que nunca los libros son mi principal compañía: leerlos, “hablarles” también es algo más que un gran respiro, sobre todo porque al cerrarlos no tengo con quien discutir su contenido; muy lejos quedaron las asistencias a conferencias literarias, presentaciones y ferias de libros que nos nutrían sobremanera en Margarita, eventos que, jamás, ni la mejor clase –a distancia– magistral del mundo podrá superar. Claro que aprendemos a través de la tecnología, sin embargo, el contacto directo, sentarnos frente al autor, saberse rodeado de quienes comparten nuestras pasiones, complementa el enriquecimiento.

            “Nadie puede sentarse a escribir un poema como si fuese un documento. Uno acumula experiencias, se llena de todo lo que ve y contempla (…) Hay momentos secos, sin ‘duende’ ni magia en que queremos escribir porque el cuerpo lo pide como un amor y uno busca cualquier forma de suscitación. Esto sólo quiere decir que estamos enjaulados en cuerpo de poeta. Y todo en nosotros quiere expresarse a toda costa. Cuando escribimos así las cosas no salen bien. Escuchamos, sí… pero escuchamos mal. Hay un tiempo para la escucha, a veces se nos presenta muy inconscientemente (…) Me hace más feliz escribir que publicar lo escrito. Escribir pertenece al cuerpo y al alma, y produce más dicha. Me gustaría escribir siempre sólo porque anhelo la dicha de las revelaciones que producen en nosotros una alta tensión, un enervamiento eléctrico, una pasión contenida… sin embargo, sé que no es posible para la poesía esa continuidad. Los dioses no se posan con sus gracias para nosotros todos los días. Debemos vivir nuestra lentitud (…) El poeta debe atajar en el preciso momento el instante poético. Hay mucho material poético que perdemos en el vivir. Lo vivimos sin más, para la memoria. Por ello el recogimiento, el apartamiento y la soledad son lo más importante. Allí se macera, se cuece lo vivido y alcanza su máxima tensión (…) Las ventanas de las casas se presentan como revelaciones” (pp. 1006-1009).

            Perdí la cuenta de cuánto esta semana he releído a Hanni Ossott; sus reflexiones sobre el espacio (cuarto-casa) y la soledad, combinación vital para leer, escribir: sus palabras me confortan, y más en esta otra cuarentena que, aunque seamos hogareños, en momentos llega a desesperarnos, a ponernos nostálgicos, conduciéndonos a repensar en la vida para volver a cerrar los ojos, respirar, recuperar la calma ante tantísimo desaliento, seguir.

 

Zahle, El Valle del Bekaa (Líbano), 22 de noviembre de 2020.





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viernes, 23 de octubre de 2020

Nuestra luna de miel en Margarita

  A la memoria de Sobhi Uzel-Mardini Ghazaoui (1923-2018), mi tío abuelo materno

 

“El futuro todo está en el pasado, y la absoluta tristeza en la absoluta felicidad” (Fernando Vallejo, en “Los días azules”, página 104).


En diciembre se cumplirán cuatro años de esta entrevista, sin embargo, la recuerdo como si el tiempo no hubiera pasado. Cuando Sobhi Uzel Ghazaoui (mi tío abuelo, hermano de mi abuelita materna) vino al mundo (en Líbano, específicamente en Ghaza, pueblo natal de mis padres), por ser su papá (Abdul Aziz Uzel) de Mardini, en un descuido le cambiaron Uzel (su apellido paterno) por el nombre de esta ciudad turca. Y así se quedó y así registró a sus hijos y éstos a los suyos.

            Lo que más rememoro es su calma al llegar (a sus noventa y tres años aún manejaba) a la tienda de mi papá, en la avenida Santiago Mariño (Porlamar), solo alterada al hablar de los incontables problemas del país. Desde chica, lo que más me decía –después de Dios te bendiga– era: qué bueno que te gusta estudiar, te felicito, sigue adelante. Me enorgullecía tener un tío abuelo tan jovial, alentador, de mente abierta, con quien podía tratar diversos temas. Su cariño y gran lucidez me llevó a pedirle que me contara su ayer: claro, hija, pregúntame y te respondo.

            “Cursé la primaria con el profesor Yúsef, quien también era zapatero. ¿Pasatiempos? Ninguno. A los diez años empecé a trabajar, hasta descalzo, en el campo; cuatro horas sin descanso para ganar dos dólares, imagínate, cuatro meses regando la tierra, sembrando maíz, caraotas, papas, droga ('hashishe'), por unos doscientos dólares. A los diecisiete años visité Mardini, donde estuve un par de semanas con Dawú Uzel, mi tío. Toda la familia anhelaba que me comprometiera con su hija, pero al final no me aceptaron por ser un humilde joven. Luego supe que, aunque ella no lo quería, la casaron con un millonario.

            Regresé a Líbano. Con mucho esfuerzo reuní para el pasaje y, en 1954 (a mis treintaiún años), con un compañero de Baaloul, en barco, llegamos –deteniéndonos unos días en Génova– a La Guaira. En San Martín (Caracas), una comida en una pensión costaba dos bolívares. Fui marchante (todo era trabajar: agarrar mi maleta y vender) hasta que abrí (me asocié con un amigo de Ghaza) un local (el treinta y dos, del bloque siete, de El Silencio, al frente de la Extranjería y la Plaza Miranda), Casa Hasna, por mi mamá, Hasna Yúsef Ghazaoui.

            En 1959, en Caracas, me casé con tu tía Hana Mourad, a quien había visto en Ghaza. Al comunicarme con quien sería mi suegro, aceptó traerla a Venezuela porque –además de que nuestras familias se conocían– yo ya había ahorrado una cantidad importante para poder darle a su hija tranquilidad económica. Aquí, en Margarita, pasamos nuestra luna de miel. Nos quedamos en el Hotel Bella Vista. El alquiler del carro costó cinco bolívares cada día. En 1973 volvimos a Líbano. Vivimos dos años (la guerra no nos permitió más) en Beirut, es decir, regresamos a Caracas (poco antes, te gustará saber, asistimos a la boda de tu mamá y tu papá, en Ghaza) en 1975.

            Empezábamos a oír que aquí, en la isla, había futuro. Ese mismo año nos vinimos y pronto le propuse a tu padre abrir juntos Casa Raquel, por la protagonista de una novela que yo veía en ese entonces. En 1976, con mi cuñado y con el socio de Casa Hasna, nació Comercial Valencia, en la calle Igualdad. Vendíamos sábanas, toallas. A los clientes se les dificultaba pronunciar mi nombre, por lo que decidí presentarme como Juan, y así me llaman hasta la fecha. Margarita tenía poca gente. Punto Criollo y Martín Pescador fueron sus primeros restaurantes.

            La vida es un sueño; termina pareciendo una película”. Ahora releo su pensamiento, colofón de nuestra conversación, en voz alta. Veo su foto, sentado en la oficina de mi papá, con mirada lejana mientras repasa sus pasos. Atesoro su sonrisa y timidez al hablarme de tía Hana, “mi única novia” (confesión que, entre risas, de verdad lo puso rojo). No cumplió su gran deseo de retornar a Mardini, mas volvió a Ghaza para su último adiós.

            Se lo expresé: tío, gracias por permitirme escuchar su historia, que de alguna manera también es la de mi papá y la de tantísimos más, de todas las nacionalidades, que han tenido la necesidad de emigrar por un mejor porvenir.

            Gracias eternas, querido tío. Descanse en paz. 

            Zahle, El Valle del Bekaa (Líbano), 23 de octubre de 2020.





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domingo, 18 de octubre de 2020

Dos niños en un museo

Dedicado a la inocencia de mi “baba” (papá, en árabe), en su cumpleaños


“La felicidad era una sensación de seguridad compartida con una familia, con un grupo, y un continuo bromear tranquilamente” (Orhan Pamuk, en “Estambul. Ciudad y recuerdos”, páginas 25-26).


Mañana cumple Ali Yúsef El Laden Mourad, mi papá. Hace dos años estábamos en Estambul, en el Museo de la Inocencia, de Orhan Pamuk. Él ya conocía la ciudad: muy emocionado me nombraba calles, personajes históricos; me llevaba a tiendas de ropa (comprar y vender es su gran pasión), a restaurantes inolvidables (sobre todo por sus postres –nuestra mayor debilidad– típicos).

     Antes de dirigirnos al museo de Pamuk (hallarlo sin la ayuda del teléfono celular –evito su uso, ya que sigo prefiriendo el trato con la gente mientras saludamos y pedimos direcciones y caminamos y nos metemos por donde no es y nos reímos, nos enojamos, nos cansamos, y nos sorprendemos al descubrir maravillas antes de llegar al destino– fue muy divertido), sin buscarlo, vimos un aviso: Yahya Kemal Müzesi. Casi brinco por la emoción. ¡Es uno de los escritores que Orhan menciona en su autobiografía! Citando sus palabras, ¡el más grande y más influyente poeta de Estambul! ¿Entras conmigo?

     Muy contento me acompañó. Nos pidieron que nos quitáramos los zapatos. El olor a alfombras, libros, manuscritos, ropa, el sinnúmero de retratos en sus paredes, el silencio interrumpido por una única voz (la de la guía), con todo esto y con lo que yo iba recordando –en voz alta, tras despedirnos de la mujer, compartiéndolo con mi papá– de lo leído sobre Kemal, con todo esto nos quedamos. Compramos “Kendi Gök Kubbemiz”, de sus libros más importantes, sólo disponible en su idioma original; gracias al traductor de Google he podido entender partes.

     En el Museo de la Inocencia me regañaron. Vi que en un ejemplar (de la novela homónima, por la que el autor creó esta exhibición), que descansaba encadenado a una mesa, los lectores escribieron sus impresiones sobre el museo. Primero, mi yo juicioso exclamó cómo dañan así una obra, sin embargo, feliz como yo estaba, como nena con juguete nuevo, deshaciéndome de ese yo que no me agrada, me dejé llevar por mi niña inmortal: en uno de sus márgenes plasmé lo que me nació (convencida de que Pamuk lo leería). Uno de los encargados me vio desde la planta baja, supongo que valiéndose de las cámaras de seguridad, levantó la mirada y con ella me ordenó parar. Me sentí en primaria, ruborizada por no haberme portado bien y al mismo tiempo desesperada (traviesa hasta el fin) porque me detuvieron antes de cumplir mi objetivo.

     Al subir más escaleras y continuar enamorándome de todo lo que veía (ni qué decir de sus manuscritos, muchos acompañados de dibujos), vi otro ejemplar, encadenado a otra mesa, lleno de más impresiones, y yo, con mi chiquilla terca inmortal, no concebía marcharme sin acabar lo iniciado. Alcancé a mi papá (su alegría al tomarles fotos a los supuestos objetos de los protagonistas –entre ellos, las incontables colillas de Füsun– era indescriptible), quien, al escuchar lo sucedido, en lugar de remarcar mi mal comportamiento, me alentó a terminar de escribir lo que quería.

     Al bajar, cruzando los dedos para que el vigilante no lo notara, lo logré. Mas cuando cerré el libro, lo vi, vi al otro hombre, igual, desde la primera planta, observándome, apretando sus labios, moviendo su cabeza de un lado a otro, entre enojado y tímido, y luego susurrando algo que –¡qué bueno!– no logré escuchar. Lo único que hice fue sonreír y pronunciar: sí, tu compañero me dijo lo mismo, ¡disculpa! Al regresar a la recepción, este mismo último joven, con un mejor semblante, ya algo amable, me indicó el cuaderno de visitas: aquí puedes expresar cuanto desees. ¡Muchas gracias!

     Sentados, entre risas por lo ocurrido, mi papá (claro que él también dejó su firma en sus páginas) y yo hasta le “contamos” a Pamuk que estábamos a unas horas de celebrar su cumpleaños e ir a su museo fue el mejor regalo. Al salir, también pude sonreírle al primer supervisor que me regañó y no sé por qué creí que ambos me perdonaron. Quizás por mi papá, por su ternura con su hija grande, siempre pequeña para él; quizás por su inocencia, siempre apreciada por todos. Que esa pureza no deje de definirte, papá. No he conocido a alguien más noble que tú. Por mi parte, haré todo por no dejar ir a esa niña. Y a la vida le pido que ese niño que –a tus casi sesenta y nueve años– vive en ti, se mantenga eternamente.

     Te amo, papá. Gracias por ser mi amigo, por escucharme (y más cuando te hablo de literatura, porque, sin ser tu deber, te interesas de verdad), por ser el mejor compañero de viaje, por tu amor incondicional. Dios te bendiga y me permita seguir cerca de ti. Feliz cumpleaños.

Zahle, El Valle del Bekaa (Líbano), 18 de octubre de 2020.




















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lunes, 5 de octubre de 2020

Sin mascarilla

 “Un día de octubre del año 1922, Catherine Mansfield, una narradora nacida en Nueva Zelandia, escribió en su diario: ‘Octubre-Importante. Cuando somos capaces de no tomar en serio nuestros fracasos, significa que ya no les tememos. Es muy importante aprender a reírnos de nosotros mismos’ (…) Catherine Mansfield murió ese mismo año en que le declaró a un diario tal afirmación. Murió de tuberculosis. Una enfermedad larga y penosa que también ha atacado a otros artistas. Y que seguirá atacando a cualquier persona, porque las enfermedades se combaten pero no se vencen” (Hanni Ossott, en Cómo leer la poesía, “Obras completas”, página 937).

      Me mudé a México a los dieciocho años. A los veintiséis, al volver a vivir en Margarita, en ocasiones –al no recordar una calle, un dato histórico, al desconocer a escritores contemporáneos– llegué a sentirme extranjera. En breve fui a Caracas, asistí a jornadas literarias (en la Universidad Simón Bolívar) en las que tuve a grandes poetas, novelistas, ensayistas frente a mí: los escuché, me identifiqué con ellos, busqué sus libros, los leí (sigo haciéndolo), me maravillé (sigo así).


      Esa semana me hablaron de Hanni Ossott. En ese mismo viaje, justo la tarde que conocí la Universidad Central de Venezuela (tengo una fotografía en uno de sus pasillos, en la que aparecen su techo y sus columnas, todo hoy caído por falta de mantenimiento), encontré “Obras completas” (bid & co. editor). Detenerme en esta imagen (exactamente de marzo de 2011) me lleva a revivir algo así como cuando las olas me han arrastrado y el miedo me ha hecho pensar que me ahogarían, sin embargo, mi felicidad en ella –sobre todo por lo que hay allí, dentro de la bolsa de plástico que cargo– me permite ver el lado amable del mar: allí, dentro, entre otros libros, está éste de Hanni.


“Las enfermedades se combaten pero no se vencen”. Me fascina todo lo que ella cita de Catherine Mansfield: “fue una gran escritora y una paciente mujer que describió el vacío y la soledad desde su diario: ‘31 de marzo – Hermosa mañana, pero como sé que tengo que salir a cambiar el cheque y a pagar las cuentas, no me siento feliz. No hay que darle vueltas, la vida es una cosa detestable. Cuando G y J en el parque estaban hablando del bienestar físico y de la ilusión que aún sienten por las fiestas, yo casi gruñía. Estoy segura de que J puede disfrutar mucho entre gente agradable. Yo no puedo. He acabado con todo esto, y ahora, no puedo vencer la repugnancia que me inspira. Prefiero apoyarme perezosamente en el puente; mirar los barcos, y la gente libre y desconocida y sentir golpear el viento. No, yo detesto la sociedad; la idea de la comedia, hoy, me parece una perfecta tontería’” (página 940). Conservo la esperanza de hallar alguna de sus obras.


Es casi mediodía. El periódico me llama; copio y pego: “A escala mundial, la pandemia dejó hasta ayer un millón 26 mil 176 muertes y 34 millones 448 mil 636 casos confirmados, según un recuento de la Universidad Johns Hopkins. En Europa, donde ya hay más de 234 mil muertos y 5.5 millones infectados, el aumento de los nuevos contagios es vertiginoso (…) las escuelas estadunidenses han evitado un repunte de contagios, según datos oficiales, pero expertos médicos dicen que la prueba real se dará cuando los estudiantes de ciudades densamente pobladas, como Nueva York y Miami, vuelvan a las aulas. El país tiene 208 mil 669 decesos y 7 millones 3219 mil 996 casos, de los que 624 mil son menores. América Latina registró hasta ayer 349 mil 179 fallecidos y nueve millones 470 mil 515 contagios”.

            Salgo de casa. Camino. Reposo en un parque que conocí ayer. Cuento: tres personas. Estoy lejos. Continúo sin mascarilla. Este espacio rinde honor a ocho escritores de Zahle (capital de este valle, conocida como ciudad de poesía y vino). Otra vez me inmovilizo ante cada estatua. Releo sus nombres grabados en árabe. No sé nada de ellos. No es la primera vez que me digo que será que siempre somos extranjeros. Otra vez tomo mi tiempo ante cada mosaico, cada uno sobre un lugar emblemático de Líbano. De vuelta a este estudio. Busco en la Red. Ojalá que encuentre información sobre los ocho. Empiezo. Said Akl:

            “Pervive entre las generaciones más jóvenes a través de la voz de la prestigiosa Fairuz (…) quien inmortalizó en el escenario sus poemas como el de Zahret el Madain’ (La flor de las ciudades) (…) se distinguió además por haber creado un alfabeto libanés con caracteres latinos, compuesto por 37 letras, para hacer más accesible el árabe a los extranjeros (…) Sus escritos incluyen poesía y prosa, tanto en dialecto libanés del árabe, como en árabe clásico y francés (…) lo que un día dijo Said Akl: ‘A veces, descanso en silencio, cuando alguien comete un error. Soy indulgente con los errores cometidos en el campo literario, pero en política no puedo permanecer en silencio... por naturaleza no siento odio, pero odio a los políticos que están desperdiciando oportunidades valiosas para el Líbano".

            Las tareas del hogar me llaman; al terminar, seguiré investigando… Extranjera como soy y –creo– siempre seré, abrazo dos palabras: gracias, Internet.

Zahle (El Valle del Bekaa, Líbano), 3 de octubre de 2020.



En la Universidad Central de Venezuela.
Marzo de 2011.














Said Akl.








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lunes, 28 de septiembre de 2020

Alpargatas negras

 

Existir es ir coleccionando álbumes de ausencias.


Yo tenía unos siete años. Salía de la escuela contando los minutos para llegar a casa y poner el disco de Magneto. Éste, el primer CD que tuve, por largo tiempo fue mi objeto favorito (sin dejar de lado los casetes, máxime las grabaciones que en ellos hacía de mis melodías más queridas que sonaban en la radio). Todos, todos los días cantaba Vuela, vuela; después supe de su versión original, “Voyage, voyage” (viaja, viaja), en francés.

 Sola, en la habitación (que compartía con mi hermana), con un micrófono dañado (mas en manos), me creía la mejor cantante y bailarina de México y Venezuela. Esperaba sus videos en la televisión para grabarlos en el VHS y repetirlos las veces necesarias hasta lograr imitar sus coreografías. En ese entonces mi papá compró una cámara de video que de manera automática se convirtió en mi segundo objeto favorito.

 Cada vez más emocionada le pedía a mi hermano (siete años y cinco meses mayor que yo, hasta la fecha muy atento y paciente conmigo) que me filmara no sólo bailando y cantando, también contándole sobre mis amigas, lo que veía en la televisión, las materias que me agradaban, lo que soñaba ser de grande, o que registrara mis juegos en el mar o alguna piscina, subrayando lo contenta que estaba, lo que había comido o cualquier otra cosa que se me ocurría (el objetivo era no parar: sin duda era la cotorra de la familia).

 A la hora del almuerzo, los que más hablábamos éramos mi papá y yo: entusiasmado nos contaba lo que había vendido en Casa Raquel (que fue su tienda, en la Calle Fraternidad, entre Velásquez e Igualdad, a pocos metros del Punto Criollo), describiendo a sus clientas simpáticas y a las fastidiosas (las “Miranda”, las que “solo entran a mirar”); yo, de todo, más sobre mis programas preferidos (eran varios, pero en primer lugar tenía a Supercrópolis, con Raúl y Merci –memorizaba todas sus canciones, me encantaba la del trabalenguas; sus bailes eran impresionantes y hacía lo posible por aprendérmelos–, que transmitían en RCTV), de las tareas y de los cantantes que me gustaban. 

 Buscar el casete de Supercrópolis fue una aventura. Sin hallarlo en la isla, aproveché un viaje a Caracas: en Sabana Grande no lo tenían, mas en el Centro Ciudad Comercial Tamanaco presentí que lo iba a encontrar, por lo que mi desesperación por adquirirlo me hizo merecedora –luego de su incesante sí, tranquila, espera un poco, sabes que te lo voy a comprar–  de un inigualable regaño de mi mamá.

 Tristemente, ya adulta, en una mudanza perdí la cámara de video y sus casetes, sin embargo, recuerdo la mayoría de las grabaciones. Una noche puse a mis papás y a mi hermana a verme bailar (consiguiendo que ellas lo hicieran por unos cuantos segundos) las de Magneto, armando un concierto en la sala, a todo volumen, sin abandonar el micrófono dañado, descalza, a cada momento subiéndome el pantalón blanco que era de mi hermana y me quedaba grande, dándole a mi papá el cargo de piloto de avión (transportándome en su espalda, yo subiendo y bajando mis brazos simulando alas mientras coreaba ¡estoy volando!), y a mi hermano (aparte de animador, por los saludos que le pedía dar a la imaginaria audiencia) el de productor.

  La señora Ida Rojas (que en paz descanse, mamá de Romy, mi compañera del colegio), muy pendiente del deseo que tanto su hija como yo teníamos de participar en el acto por el fin de tercer grado, al enterarse de que la maestra no nos seleccionó para actuar en “Vamo, negro, pa’ La Conga”, le hizo saber nuestro amor por el baile, lo que llevó a que nos incluyeran. Éramos más de diez alumnas y un solo niño, quien –cuando formábamos un medio círculo en una de las partes más rítmicas– aparecía con sus hábiles movimientos de rap en el centro de la tarima. En Margarita quedaron fotos de esta presentación, así como la de segundo grado (con “Barlovento, Barlovento, tierra ardiente y del tambor”, que justamente ensayamos -éramos ocho niñas- en la casa de la señora Ida, nuestra coreógrafa, eternamente cordial, risueña, con mirada inspiradora, vivaz) y la de quinto o sexto, en el que niños y niñas bailamos “Juana Polinaria”.

 Reordeno el librero; me reconforta encontrar una fotografía: es el 15 de julio de 1991 (tengo siete años), estoy con mi papá (tiene treinta y nueve años) en la sala de la casa (departamento del edificio Santa Cruz –en Porlamar, en la Santiago Mariño, donde hoy se ubica la Notaría Pública–, en el que viví hasta mis nueve años), lista para mostrar, en la Universidad de Oriente, nuestros pasos –al unísono de “Barlovento, Barlovento…”– con mi falda ancha y larga, amarilla con borde blanco. Las alpargatas negras no salen, pero allí las tengo, dándoles a mis pies total comodidad. 

 Termino este texto pensando que debí iniciarlo con “Escuchar muchísimo ‘Malambo’, de Alberto Ginastera, me conduce a plasmar lo siguiente, ya que su intensidad ha tocado la cotorra de mi infancia”. Es casi medianoche. Algo más que su intensidad me susurra que no podré dormir hasta oír –después de tanto sin hacerlo– estas canciones de mi niñez que, gracias al maestro argentino, puedo asegurar que siempre me harán volver a la espalda de mi papá, mover mis brazos, manos, dedos; escribir: volar.


Zahle, El Valle del Bekaa (Líbano), 25 de septiembre de 2020.







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jueves, 17 de septiembre de 2020

12:47 p.m.


"Uno cree que lo que le da todo su brillo al mundo es el amor; pero también el mundo viste al amor con todas sus riquezas. El amor estaba muerto y la tierra estaba todavía ahí, intacta, con sus cantos secretos, sus olores, su ternura. Yo me sentía conmovida como el convaleciente que descubre que durante su fiebre el sol no se ha apagado" (Simone de Beauvoir, en "Los mandarines", página 461).

"Y el día no es otra cosa que un esfuerzo gigantesco" (Herta Müller, en "En tierras bajas", página 57).

Hoy, jueves, no logro ir a la tienda donde trabajo: una diligencia nos lleva hasta Achrafieh. Con mi esposo salgo del estacionamiento y respiro profundo antes de colocarme la mascarilla. Me impacta la cantidad de cristales rotos por las calles. Pierdo la cuenta de los edificios sin ventanas. Una llamada nos avisa que debemos esperar un par de horas.

     Caminamos buscando un poco de sombra, mas muy cerca del puerto nos detiene el calor y un local perfumado de café, de manaish (tipo pizza con orégano, especias y aceite de oliva) con queso y de arguile con sabor a "tufehtain" (es decir, dos manzanas, la verde y la roja), donde pedimos un desayuno atrasado. 

     Mis exclamaciones y preguntas sin respuestas aumentan al entrar a la iglesia del convento de San Basilio: el 4 de agosto vive, el luto continúa, cuántas vidas inocentes perdidas, y los culpables dónde están. Intento distraer mi impotencia tomándole fotos. A pesar de los vidrios quebrados, las coloridas pinturas en las paredes y en los techos vociferan su brillo. 

     Pierdo la cuenta del total de imágenes añadidas -ahora, a las 12:47 p.m.- a la galería del teléfono celular en el que también escribo esto. Preguntas en mi mente sin respuestas sin parar. Quién siquiera menciona a los culpables. Una llamada nos avisa que en breve regresaremos a casa. El puerto está a contados pasos; qué bueno que nos toca marchar: no estoy preparada para verlo. Con un hasta pronto vuelvo mi cuerpo hacia el mar e intento traducir lo impreso -en árabe y francés- a mi izquierda, en la valla: "Beirut: mil veces muerta, mil veces revivida".

Achrafieh (Beirut, Líbano), 17 de septiembre de 2020.

















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