lunes, 28 de septiembre de 2020

Alpargatas negras

 

Existir es ir coleccionando álbumes de ausencias.


Yo tenía unos siete años. Salía de la escuela contando los minutos para llegar a casa y poner el disco de Magneto. Éste, el primer CD que tuve, por largo tiempo fue mi objeto favorito (sin dejar de lado los casetes, máxime las grabaciones que en ellos hacía de mis melodías más queridas que sonaban en la radio). Todos, todos los días cantaba Vuela, vuela; después supe de su versión original, “Voyage, voyage” (viaja, viaja), en francés.

 Sola, en la habitación (que compartía con mi hermana), con un micrófono dañado (mas en manos), me creía la mejor cantante y bailarina de México y Venezuela. Esperaba sus videos en la televisión para grabarlos en el VHS y repetirlos las veces necesarias hasta lograr imitar sus coreografías. En ese entonces mi papá compró una cámara de video que de manera automática se convirtió en mi segundo objeto favorito.

 Cada vez más emocionada le pedía a mi hermano (siete años y cinco meses mayor que yo, hasta la fecha muy atento y paciente conmigo) que me filmara no sólo bailando y cantando, también contándole sobre mis amigas, lo que veía en la televisión, las materias que me agradaban, lo que soñaba ser de grande, o que registrara mis juegos en el mar o alguna piscina, subrayando lo contenta que estaba, lo que había comido o cualquier otra cosa que se me ocurría (el objetivo era no parar: sin duda era la cotorra de la familia).

 A la hora del almuerzo, los que más hablábamos éramos mi papá y yo: entusiasmado nos contaba lo que había vendido en Casa Raquel (que fue su tienda, en la Calle Fraternidad, entre Velásquez e Igualdad, a pocos metros del Punto Criollo), describiendo a sus clientas simpáticas y a las fastidiosas (las “Miranda”, las que “solo entran a mirar”); yo, de todo, más sobre mis programas preferidos (eran varios, pero en primer lugar tenía a Supercrópolis, con Raúl y Merci –memorizaba todas sus canciones, me encantaba la del trabalenguas; sus bailes eran impresionantes y hacía lo posible por aprendérmelos–, que transmitían en RCTV), de las tareas y de los cantantes que me gustaban. 

 Buscar el casete de Supercrópolis fue una aventura. Sin hallarlo en la isla, aproveché un viaje a Caracas: en Sabana Grande no lo tenían, mas en el Centro Ciudad Comercial Tamanaco presentí que lo iba a encontrar, por lo que mi desesperación por adquirirlo me hizo merecedora –luego de su incesante sí, tranquila, espera un poco, sabes que te lo voy a comprar–  de un inigualable regaño de mi mamá.

 Tristemente, ya adulta, en una mudanza perdí la cámara de video y sus casetes, sin embargo, recuerdo la mayoría de las grabaciones. Una noche puse a mis papás y a mi hermana a verme bailar (consiguiendo que ellas lo hicieran por unos cuantos segundos) las de Magneto, armando un concierto en la sala, a todo volumen, sin abandonar el micrófono dañado, descalza, a cada momento subiéndome el pantalón blanco que era de mi hermana y me quedaba grande, dándole a mi papá el cargo de piloto de avión (transportándome en su espalda, yo subiendo y bajando mis brazos simulando alas mientras coreaba ¡estoy volando!), y a mi hermano (aparte de animador, por los saludos que le pedía dar a la imaginaria audiencia) el de productor.

  La señora Ida Rojas (que en paz descanse, mamá de Romy, mi compañera del colegio), muy pendiente del deseo que tanto su hija como yo teníamos de participar en el acto por el fin de tercer grado, al enterarse de que la maestra no nos seleccionó para actuar en “Vamo, negro, pa’ La Conga”, le hizo saber nuestro amor por el baile, lo que llevó a que nos incluyeran. Éramos más de diez alumnas y un solo niño, quien –cuando formábamos un medio círculo en una de las partes más rítmicas– aparecía con sus hábiles movimientos de rap en el centro de la tarima. En Margarita quedaron fotos de esta presentación, así como la de segundo grado (con “Barlovento, Barlovento, tierra ardiente y del tambor”, que justamente ensayamos -éramos ocho niñas- en la casa de la señora Ida, nuestra coreógrafa, eternamente cordial, risueña, con mirada inspiradora, vivaz) y la de quinto o sexto, en el que niños y niñas bailamos “Juana Polinaria”.

 Reordeno el librero; me reconforta encontrar una fotografía: es el 15 de julio de 1991 (tengo siete años), estoy con mi papá (tiene treinta y nueve años) en la sala de la casa (departamento del edificio Santa Cruz –en Porlamar, en la Santiago Mariño, donde hoy se ubica la Notaría Pública–, en el que viví hasta mis nueve años), lista para mostrar, en la Universidad de Oriente, nuestros pasos –al unísono de “Barlovento, Barlovento…”– con mi falda ancha y larga, amarilla con borde blanco. Las alpargatas negras no salen, pero allí las tengo, dándoles a mis pies total comodidad. 

 Termino este texto pensando que debí iniciarlo con “Escuchar muchísimo ‘Malambo’, de Alberto Ginastera, me conduce a plasmar lo siguiente, ya que su intensidad ha tocado la cotorra de mi infancia”. Es casi medianoche. Algo más que su intensidad me susurra que no podré dormir hasta oír –después de tanto sin hacerlo– estas canciones de mi niñez que, gracias al maestro argentino, puedo asegurar que siempre me harán volver a la espalda de mi papá, mover mis brazos, manos, dedos; escribir: volar.


Zahle, El Valle del Bekaa (Líbano), 25 de septiembre de 2020.







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jueves, 17 de septiembre de 2020

12:47 p.m.


"Uno cree que lo que le da todo su brillo al mundo es el amor; pero también el mundo viste al amor con todas sus riquezas. El amor estaba muerto y la tierra estaba todavía ahí, intacta, con sus cantos secretos, sus olores, su ternura. Yo me sentía conmovida como el convaleciente que descubre que durante su fiebre el sol no se ha apagado" (Simone de Beauvoir, en "Los mandarines", página 461).

"Y el día no es otra cosa que un esfuerzo gigantesco" (Herta Müller, en "En tierras bajas", página 57).

Hoy, jueves, no logro ir a la tienda donde trabajo: una diligencia nos lleva hasta Achrafieh. Con mi esposo salgo del estacionamiento y respiro profundo antes de colocarme la mascarilla. Me impacta la cantidad de cristales rotos por las calles. Pierdo la cuenta de los edificios sin ventanas. Una llamada nos avisa que debemos esperar un par de horas.

     Caminamos buscando un poco de sombra, mas muy cerca del puerto nos detiene el calor y un local perfumado de café, de manaish (tipo pizza con orégano, especias y aceite de oliva) con queso y de arguile con sabor a "tufehtain" (es decir, dos manzanas, la verde y la roja), donde pedimos un desayuno atrasado. 

     Mis exclamaciones y preguntas sin respuestas aumentan al entrar a la iglesia del convento de San Basilio: el 4 de agosto vive, el luto continúa, cuántas vidas inocentes perdidas, y los culpables dónde están. Intento distraer mi impotencia tomándole fotos. A pesar de los vidrios quebrados, las coloridas pinturas en las paredes y en los techos vociferan su brillo. 

     Pierdo la cuenta del total de imágenes añadidas -ahora, a las 12:47 p.m.- a la galería del teléfono celular en el que también escribo esto. Preguntas en mi mente sin respuestas sin parar. Quién siquiera menciona a los culpables. Una llamada nos avisa que en breve regresaremos a casa. El puerto está a contados pasos; qué bueno que nos toca marchar: no estoy preparada para verlo. Con un hasta pronto vuelvo mi cuerpo hacia el mar e intento traducir lo impreso -en árabe y francés- a mi izquierda, en la valla: "Beirut: mil veces muerta, mil veces revivida".

Achrafieh (Beirut, Líbano), 17 de septiembre de 2020.

















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domingo, 6 de septiembre de 2020

Feliz cumpleaños, Ali

Siempre que escucho el “Huapango”, si estoy sola, lloro desde el minuto 4, 56 segundos hasta el 6’15’’, y seco mis lágrimas hasta el 6’38’’. Algo me pasa con esta obra de José Pablo Moncayo: sin importar el ánimo que tenga antes del 4’56’’, inicia este tiempo y vuelve la misma escena. Para mi asombro, hace cuatro días, estando con Ali –mi sobrinito mayor (mañana cumplirá siete años)–, por primera vez le puse esta composición del maestro mexicano, y cuando llegó el 4’56’’, aún me sorprendo, sucedió lo inesperado. Nunca, al oírlo acompañada, me había pasado, pensé. Mira, Ali, le dije, señalando mis ojos –que debían aliviarse para seguir manejando– con mi dedo índice derecho. Tímido, no ocultó su sonrisa –quizás inconscientemente imitando el intento de la mía–, sin dejar de observar el paisaje cubierto de palomas, de sus animales favoritos.

“Quise decir algo, pero tenía la boca tan llena de lenguas que no pude articular una sola palabra” (Herta Müller, en su relato “En tierras bajas”, de su libro homónimo, página 85). 

     Esa tarde, también por primera vez, le presenté “El Trenecito (Bachiana brasileira Nº. 2)”, de Heitor Villa-Lobos, mientras íbamos imaginando nuestro futuro primer viaje –juntos– en tren. Desde ese día, al verme, me pide que se la ponga. Admiro su sensibilidad, que aprovecho para recrearle cómo sería escucharla en vivo, en un teatro, describiéndole la orquesta; su mirada descuida el paisaje, se concentra en mis labios. De pronto no tengo ni una sola palabra, retorna la voz de Herta Müller, y ahora es la sensibilidad de ella la que aprovecho para retomar el aliento en un año tan complejo.

“Mi corazón palpita de alegría (…) También hay miedo en la alegría. Mi corazón palpita de miedo en la alegría, de miedo de no poder seguir alegrándome, de miedo de que el miedo y la alegría sean la misma cosa” (página 95).

     Ali querido, feliz cumpleaños. Espero que cuando seas mayor y leas esto hayamos viajado mucho, asistido a incontables conciertos y, sobre todo, que el uso de la mascarilla y el estar lavándonos las manos sea parte del pasado. Que la vida nos permita seguir celebrando tu existencia. Te amo con todo mi corazón.

Ghaza, El Valle del Bekaa (Líbano), 5 de septiembre de 2020.


En tu heladería favorita, en la Isla de Margarita.




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