Hace casi un año escribí este texto que hoy regresó a mis manos. Volver a sentir lo que sentí al plasmarlo me lleva a compartirlo de nuevo. Gracias por leerlo.
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EL JARDÍN DE YIDDÓ
Qué tendrá este incienso, no lo sé, pero algo en él me hace revivir
ese primer momento en que mis pasos se sintieron protegidos bajo la
enramada de hojas de uva que, con tanto cariño, al igual que a las
flores, frutas y verduras de su jardín, cuidaba yiddó (palabra árabe que
en español significa “mi abuelito”).
Yo tenía cinco años. Empezaba el verano. Tanto a sittó (mi abuelita)
como a yiddó los conocía por fotos y, al yo bajar del carro -después de
más de una hora de camino, desde Beirut hasta el Valle del Bekaa- y
verlos allí parados, en la entrada de su casa, corrí hasta llegar a
ellos y abrazarlos como no recuerdo haber abrazado a nadie más en toda
mi vida.
-¡Sabah il kháir! -con este efusivo “¡Buenos días!”, cada mañana yiddó saludaba a su “paraíso”, tal como él llamaba a su jardín.
Yiddó me decía que a las plantas hay que hablarles, cantarles,
tratarlas con mucha ternura, porque son seres vivos que sienten todo. Me
pedía que le acompañara a recoger los tomates, el perejil y los pepinos
que había sembrado y que ya estaban listos para la ensalada que sittó
prepararía para el almuerzo.
Verlo sonriente, con su manguera, con la tierra salpicándole el
pantalón de vestir -cuyo ruedo, para no mojarlo del todo, él doblaba
casi hasta la altura de sus rodillas-, sumado al reposo de la mariposa
sobre la rama, al asomo de la lagartija entre las sillas, y a todo lo
que él me iba contando, me hizo desde entonces desear alejarme de la
ciudad y vivir en el campo.
-Algún gato travieso llegará y se comerá a los pollitos que hoy
acaricias: es la ley de la naturaleza. A los animales también hay que
cuidarlos, tratarlos con todo el amor -me decía mientras barría las
hojas secas.
Yiddó tenía los ojos muy pequeños, tanto que poca gente ha de
recordar su color; me gustaba observarlos hasta que, de repente, los
abría más de lo normal y le regalaba a mis ojos su azul intenso.
No sé qué tendrá este incienso; será que su aroma me recuerda alguna
de las tantas especias con las que mi mama -sí, así, en árabe, sin
acento- condimenta el arroz con el que rellena las hojas de uva.
Ese verano y algunos otros siguientes veranos que tuve la fortuna de
estar allí, en Ghaza, a yiddó también le acompañé a seleccionar las
hojas de hierbabuena, los melocotones, las berenjenas, el cebollín, las
peras, los garbanzos, las manzanas, los duraznos y las cerezas, para
terminar los dos descansando bajo aquella enramada que nos regalaba su
sombra y su paz.
Sittó dejó este mundo antes que él. Y hace cuatro veranos ya él
tampoco estaba. Hace cuatro veranos ya yo sabía que no los iba a
encontrar, sin embargo, me reconfortaba la esperanza de volver a
respirar cada centímetro de su jardín. Pero hace cuatro veranos, al yo
caminar rumbo a su casa, pasé de largo porque no la reconocí. El mismo
azul de los ojos de yiddó, que cubría cada pared, se convirtió en
costosas piedras blancas, frías. La tierra -que a tantos hizo latir- fue
cambiada, en su totalidad, por cemento; el mismo cemento que acabó con
la enramada, porque su sombra no alcanzaba a otro carro; el mismo
cemento que mató hasta la última rosa.
No sé qué tendrá este incienso que me hizo volar a mis primeros pasos
bajo las hojas de uva; no sé qué tendrá, pero algo en él me hizo seguir
hasta llegar a ese instante, hace cuatro veranos, frente al ayer
paraíso de yiddó convertido hoy en el recuerdo de uno de los momentos
más tristes de mi vida.
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