viernes, 27 de mayo de 2016

Bekaa: más de un valle

Ghaza, El Valle del Bekaa, 26 de mayo de 2016.

-¡Sitti bi tlet talef, sitti bi tlet talef! –¡seis por tres mil, seis por tres mil!, anuncia el vendedor, idéntico al muchacho en la portada de mi viejo libro sobre los fenicios.
      Es jueves. A Ghaza hoy le toca el mercado. Pienso en las ciruelas, los duraznos, las moras y se me hace agua la boca. Llego y los pollos, las palomas, los patos, desde sus jaulas, suspiran -aliviados- al saber que no serán mis manos las próximas en llevarlos al sartén.
      -Seis medias por tres mil liras (dos dólares). Qué increíble -¡y qué bueno!- que en Líbano, un país que ha vivido tantas guerras, la moneda esté tan estable. Desde hace más de treinta años, un dólar equivale a mil quinientas liras –camino con mi monólogo mientras escucho otra oferta: treinta huevos por tres mil.
      Veo -además del sinnúmero de frutas, verduras, dulces, especias, ropa, zapatos, vajillas, material de ferretería (todo importado de China y de Turquía)- la montaña de jabón y de champú -de todos los tamaños y todas las marcas- y el nudo en mi garganta baja a mis piernas, deteniendo mis pasos.
      -¡Marhaba! –el efusivo ¡hola! de mi tía revive mi marcha, llevándome a su encuentro junto a los pepinos. Evocamos mi infancia y su juventud en las playas de Margarita, al mismo tiempo que afirmamos: todo pasará, Venezuela.
      A la salida del mercado, una joven pareja, tomada de la mano, me recuerda mi película de amor favorita: los dos, riéndose, casi corriendo, hablan, disfrutan sus helados… Pienso en el de almendras que comí anoche, y de nuevo se me hace agua la boca.
      Entro al restaurante de mi tío, pido un knafe y mi lengua -bañada de queso con caramelo- más de una vez se paraliza para degustar más y más tanta felicidad. Al verme, la sonrisa de mi tío sube hasta sus ojos que me dicen que comprenden -en su totalidad- mi gozo.
      -Sobrina, ayer dejé mi teléfono en aquella mesa y nadie lo tocó. Allí estuvo más de media hora. La seguridad, vivir tranquilos, no tiene precio. Es lo que todos, en cada rincón del mundo, merecemos.
      Salgo del local con las palabras de mi tío y vuelve el nudo en mi garganta, al que de pronto espantan los innumerables disparos unidos a la interminable fila de vehículos que con sus bocinas festejan a los recién casados.
      -Qué increíble -¡y qué malo!- que sigan con esa costumbre. No han bastado las muertes (debido a balas perdidas) de inocentes para dejar atrás esta absurda tradición –otra vez camino con mi monólogo mientras veo que todos estos carros se estacionan al frente de mí y escucho otro disparo: ¡increíble!
      Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, veo a la misma joven pareja y, aunque en mi memoria persiste su todo brillo que me lleva a mi película de amor favorita, mi realidad insiste en también gritarme sus latidos vueltos susurros:
      -Qué extraño que mi papá no me contesta.
      -Sí, pero no te preocupes, estoy seguro de que está bien, vas a ver que te llamará.
       -Mi papá en Siria. Mi mamá y mis hermanos en Jordania. Nosotros en Líbano. ¿Qué vida nos tocó?
      Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, se me acerca un niño, quien pide para un pan. Le doy el kaeek que no comí con el knafe y que guardo en esta bolsa. El pequeño cruza la calle. Lo alcanza quien pudiera ser su hermano menor. Se sientan sobre un caucho olvidado sobre la acera. Comparten el pan. Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, suena mi teléfono celular. Me preguntan por mi día y si he comido bien. Es mi papá.

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martes, 24 de mayo de 2016

El jardín de yiddó












Qué tendrá este incienso, no lo sé, pero algo en él me hace revivir ese primer momento en que mis pasos se sintieron protegidos bajo la enramada de hojas de uva que, con tanto cariño, al igual que a las flores, frutas y verduras de su jardín, cuidaba yiddó (palabra árabe que en español significa "mi abuelito").
            Yo tenía cinco años. Empezaba el verano. Tanto a sittó (mi abuelita) como a yiddó los conocía por fotos y, al yo bajar del carro -después de más de una hora de camino, desde Beirut hasta el Valle del Bekaa- y verlos allí parados, en la entrada de su casa, corrí hasta llegar a ellos y abrazarlos como no recuerdo haber abrazado a nadie más en toda mi vida.
            -¡Sabah il kháir! -con este efusivo "¡Buenos días!", cada mañana yiddó saludaba a su "paraíso", tal como él llamaba a su jardín.
Yiddó me decía que a las plantas hay que hablarles, cantarles, tratarlas con mucha ternura, porque son seres vivos que sienten todo. Me pedía que le acompañara a recoger los tomates, el perejil y los pepinos que había sembrado y que ya estaban listos para la ensalada que sittó prepararía para el almuerzo.
 Verlo sonriente, con su manguera, con la tierra salpicándole el pantalón de vestir -cuyo ruedo, para no mojarlo del todo, él doblaba casi hasta la altura de sus rodillas-, sumado al reposo de la mariposa sobre la rama, al asomo de la lagartija entre las sillas, y a todo lo que él me iba contando, me hizo desde entonces desear alejarme de la ciudad y vivir en el campo.
-Algún gato travieso llegará y se comerá a los pollitos que hoy acaricias: es la ley de la naturaleza. A los animales también hay que cuidarlos, tratarlos con todo el amor -me decía mientras barría las hojas secas.
Yiddó tenía los ojos muy pequeños, tanto que poca gente ha de recordar su color; me gustaba observarlos hasta que, de repente, los abría más de lo normal y le regalaba a mis ojos su azul intenso.
No sé qué tendrá este incienso; será que su aroma me recuerda alguna de las tantas especias con las que mi mama -sí, así, en árabe, sin acento- condimenta el arroz con el que rellena las hojas de uva.
Ese verano y algunos otros siguientes veranos que tuve la fortuna de estar allí, en Ghaza, a yiddó también le acompañé a seleccionar las hojas de hierbabuena, los melocotones, las berenjenas, el cebollín, las peras, los garbanzos, las manzanas, los duraznos y las cerezas, para terminar los dos descansando bajo aquella enramada que nos regalaba su sombra y su paz.
Sittó dejó este mundo antes que él. Y hace cuatro veranos ya él tampoco estaba. Hace cuatro veranos ya yo sabía que no los iba a encontrar, sin embargo, me reconfortaba la esperanza de volver a respirar cada centímetro de su jardín. Pero hace cuatro veranos, al yo caminar rumbo a su casa, pasé de largo porque no la reconocí. El mismo azul de los ojos de yiddó, que cubría cada pared, se convirtió en costosas piedras blancas, frías. La tierra -que a tantos hizo latir- fue cambiada, en su totalidad, por cemento; el mismo cemento que acabó con la enramada, porque su sombra no alcanzaba a otro carro; el mismo cemento que mató hasta la última rosa.
No sé qué tendrá este incienso que me hizo volar a mis primeros pasos bajo las hojas de uva; no sé qué tendrá, pero algo en él me hizo seguir hasta llegar a ese instante, hace cuatro veranos, frente al ayer paraíso de yiddó convertido hoy en el recuerdo de uno de los momentos más tristes de mi vida.

*Porlamar, abril de 2014.

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El sol
-que sabe de belleza y de bondad
y que hoy
aun con el frío ha nacido-
me invita a liberar mi mano de mi cobija
para alcanzar lo más cercano a su belleza y su bondad:
tu mano.
El poema que nos define
es el calor bajo la sábana,
la lágrima en la mejilla,
el pájaro en el nido,
la lluvia sobre la flor,
la mirada,
tu mirada,
en la página,
mi página.
Conocernos,
tocarnos,
mirarnos,
leernos
no ha sido más que recordarnos
que conocernos,
tocarnos,
mirarnos,
leernos
ha sido gracias a su mano,
tu mano,
Poesía.

lunes, 23 de mayo de 2016

jueves, 19 de mayo de 2016

¿Qué idioma hablamos: español o castellano?

Nuestro idioma está lleno de tanta riqueza que basta con mencionar una palabra de nuestro diccionario para deleitarnos al reflexionar sobre su origen, uso y significado. Existe un sinnúmero de términos que se emplean –de manera oral o escrita– en la vida diaria y sobre los que, en más de una ocasión, se presentan inquietudes en cuanto a su adecuado manejo. Justamente una de las dudas que nos llega tiene que ver con el origen de nuestra lengua, es decir, en saber qué es lo realmente hablamos: ¿español o castellano?
      En su libro "Minucias del lenguaje", el Doctor José Guadalupe Moreno de Alba, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, nos plantea la siguiente interrogante: “¿Hablamos español o castellano?”. En este apartado, el autor nos explica las razones por las que tenemos que considerar que nuestro idioma es el español. Expone que, en algunos países sudamericanos, quizá como restos de una actitud nacionalista a ultranza, parece preferirse la denominación de “castellano” o “lengua castellana” para evitar la referencia a España.
      En el habla coloquial, nos dice el Doctor Moreno de Alba, “no es raro oír expresiones como ‘en México se habla muy buen castellano’ o ‘el castellano debe enseñarse en las escuelas’. En nuestra Constitución Política no se hace referencia a la lengua oficial, tal vez porque esto, por obvio, no resulta necesario. En España, por el contrario, hace poco, en 1978, los constituyentes dejaron establecido, en el artículo tercero de la Constitución española, que el ‘castellano es la lengua oficial del Estado’. El que tan importante documento determinara que la lengua que hablamos en más de 20 países, incluido el que se denomina España, se llame castellano y no español produjo y sigue produciendo enconadas discusiones.
      De lo que no puede caber duda es de que, en sus principios, la lengua que hoy hablamos tantos millones de seres humanos no fue sino castellano pues, aunque se considera caprichosamente como fecha de ‘nacimiento’ de nuestra lengua el año 978, cuando monjes del Monasterio de San Millán de la Cogolla anotaron, en los márgenes de algunas vidas de santos y sermones agustinos, las ‘traducciones’ de ciertas voces y giros latinos a la lengua vulgar, que no era otra cosa que el dialecto navarro-aragonés, lo cierto es que el castellano, nacido como dialecto histórico del latín en las montañas cantábricas del norte de Burgos, en el Condado de Fernán González, lo absorbió a partir del siglo XI, igual que al leonés, y respetó sólo al catalán y al gallego. Andando el tiempo, con la alianza de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, el castellano dejará en forma definitiva de ser lengua regional y pasará a constituirse en lengua verdaderamente nacional. Será a partir de entonces cuando con toda justicia le convenga el apelativo de lengua española, lengua de España. En 1535 escribe Juan de Valdés: ‘La lengua castellana se habla no solamente por toda Castilla, pero en el reino de Aragón, el de Murcia con toda el Andaluzía y en Galizia, Asturias y Navarra; y esto aún hasta entre gente vulgar, porque entre la gente noble tanto bien se habla en todo el resto de Spaña’. Esta afirmación de Valdés lleva a Rafael Lapesa, uno de los mejores historiadores de la lengua española, a escribir: ‘El castellano se había convertido en idioma nacional. Y el nombre de lengua española, empleado alguna vez en la Edad Media con antonomasia demasiado exclusivista entonces, tiene desde el siglo XVI absoluta justificación y se sobrepone al de la lengua castellana’.
     Así que, a partir de entonces, el castellano pasa a ser español y no dejará de serlo, aunque cosa contraria diga la Constitución española. Es definitivamente más importante la tradición secular que la conveniencia política. Quizá pretendieron salvaguardar el discutible derecho que otras lenguas, como el catalán y el vasco, tienen de ser llamadas ‘españolas’, como deja verse en la segunda parte del artículo citado: ‘Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos’. En otras palabras, el catalán es, según esto, tan español como el español (como el castellano, según la Constitución española)”.
     El Doctor afirma que está “plenamente convencido, como muchos otros, de que la lengua que hablamos debe llamarse española porque, a las razones históricas que aduje, habría que agregar otras muchas, como las que menciona Juan Lope Blanch, en un artículo sobre este mismo tema: las instituciones culturales españolas no se refieren al castellano sino al español (‘de la lengua española es la Gramática y es el Diccionario de la Real Academia Española’); la gran mayoría de nuestros gramáticos modernos la han denominado española; en otras lenguas, así se le denomina (espagnole, spagnuola, Spanish, Spanisch); el castellano, lingüísticamente hablando, hoy es sólo un dialecto de la lengua española; es decir, el español que se habla en Castilla”.
      La conclusión del Doctor Moreno de Alba es definitiva y da clara respuesta a la pregunta que dio origen a esta disertación: “independientemente de que en España razones políticas llevaron a la equivocada decisión de cambiar el nombre de nuestra lengua, en Hispanoamérica, que no fue consultada para ello, no hay razón alguna para dejar de denominarla española, como en efecto es desde el siglo XVI la lengua que nos une”.

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http://www.elmundodesdecolima.mx/index.php/editorial/dalai-el-laden/item/16482-vereda-anonima

En mi diccionario,
hoy el frío tiene esta acepción:
fiel testigo de la distancia
y de este amor,
mi amor,
que quema.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Bekaa: más de un valle



 Ghaza, El Valle del Bekaa, 14 de mayo de 2016.

Son las cuatro. El muecín está llamando a la oración. ¡Allahu ákbar! Me saluda mi piel de gallina. Le agradezco a la brisa el aroma de las rosas frente a esta ventana que -a pesar de tanta frescura- no he querido cerrar. Pronto amanecerá.
            Son las nueve. Veo el reloj: sí, aquí son siete horas más que allá. Sonrío: me consuela pensar que quizás dormí cuatro horas o un poco más. Vuelvo al reloj; sus agujas vuelan a mis párpados; sobre ellos, ellas exprimen mis ojos y, con el sabor -de estos últimos- aterrizado en mi boca, regreso a mi hogar: Margarita.
            No me muevo. Un pajarito llega a esta ventana aún sin cerrar. Me ve. Canta. Sigo a dos pasos de mi ventana. Canta. Me ve. Lloro no tener el celular a la mano, para tomarle una foto. Me parece que el pajarito -libre, siempre libre, alérgico al mencionado aparato- lee mi mente, ya que desaparece en cuanto me termino de lamentar.
            Faltan cinco para las doce. En el carro, con mis papás, salimos de Ghaza rumbo a Jdita. En menos de dos minutos de camino, me llega el canto del mismo pajarito, sin embargo, ahora que no lo veo, en su lugar escucho un canto más largo, esta vez acompañado de una petición: prepara la cámara en el celular.
            -Son sirios -me dice mi baba.
            -Todos son sirios -me dice mi mama.
            Quiero ver, pero mis ojos vuelven al reloj: "Hay más de veinte mil sirios en Ghaza y otros veinte mil a su alrededor". "Si vas al mercado, debes llegar muy temprano, antes de que lleguen los sirios". "Hay muchos sirios". "La ONU le manda ayuda a los sirios". "No hay suficientes escuelas para todos los niños sirios". "No sé cómo los sirios resisten el invierno". "Los sirios son desordenados". "Los sirios nos quitan nuestros trabajos".
            En cada segundo, la aguja -que ahora también apuñala- regresa cada frase que he escuchado desde mi llegada a este valle que -debido a tanto dolor, a las tantas lágrimas de los refugiados sirios- se ha convertido en dos.
            Preparo la cámara. Detallo el paisaje. De la pelota en sus manos, un niño sirio toma lo que en ella alguna vez fue azul, intentando sonreírle a mi flash escondido.
          -Yo era niña, tenía unos diez años cuando tu "sittó" me llevaba a Jdita, al mismo local al que llegaremos en breve -me dice mi mama, nostálgica, al recordar a su mama, es decir, a mi abuelita, a mi "sittó" (en árabe).
            -Mi padre creó esta empresa en 1945 -el dueño, orgulloso y entre serio y risueño, nos responde tras escuchar el pedido de mi mama: hojas de mlukhiyi, aceitunas verdes y negras, piñones, siete especias y harina Pan... sí, harina Pan. Al yo ver las bolsas de nuestra harina, hoy casi inexistente en nuestra querida Venezuela, me es imposible no tomarme una foto con ella, y para la que no sé de dónde logro sacar una sonrisa.
             Es casi la una. Me detengo en el nombre del local:
            -"Alnajar" significa carpintero -me enseña mi baba y vuelve el canto del pajarito, ahora mezclado con el de tres canarios enjaulados en este local.
            Son las dos y cuarenta. De regreso a Ghaza, la bolsa de pastillitas de agua de rosas (que, por su compra, a baba le regalaron en Alnajar), parece aliviar un poco mi tristeza por la realidad de mi país que en este segundo resumo en una harina Pan, en Líbano.
            Sin cerrar los ojos, seco mi frente y le digo al verano que entiendo el porqué de su adelanto; necesito aire: ahora sí junto mis pestañas; me veo volando con el pajarito de esta mañana, liberando los canarios.
            Son las tres y cuarenta. Entrando a Ghaza, en medio de la calle adornada de carros amantes de la máxima velocidad, una niña -de no más de dos años- camina, con el pañal caído, pegado a sus tobillos, asesinando todo canto.
            Mi mama baja del vehículo, toma la mano de la pequeña, y un vecino nos grita que la niña salió de aquella casa.
            -¡Estos sirios! -exclama el mismo hombre mientras vuelvo al reloj y sus agujas retoman su marcha sobre mis párpados y el sabor de mi hogar regresa a mi boca.
            Son casi las cuatro. Al yo ver a mi mama dejar a la niña en esta casa que alguna vez fue blanca, me parece que llega un virus de humanidad: llega el pajarito, llegan los otros pajaritos, todos pronunciando "Somos hermanos, abajo la división, vivamos en unión"; llega el muecín... ¡Allahu ákbar! Seco mis mejillas, respiro, hay luz.

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