Ghaza, El Valle del Bekaa, 26 de mayo de 2016.
-Sí, pero no te preocupes, estoy seguro de que está bien, vas a ver que te llamará.
-Mi papá en Siria. Mi mamá y mis hermanos en Jordania. Nosotros en Líbano. ¿Qué vida nos tocó?
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-¡Sitti bi
tlet talef, sitti bi tlet talef! –¡seis por tres mil, seis por tres
mil!, anuncia el vendedor, idéntico al muchacho en la portada de mi
viejo libro sobre los fenicios.
Es jueves. A Ghaza hoy le toca
el mercado. Pienso en las ciruelas, los duraznos, las moras y se me hace
agua la boca. Llego y los pollos, las palomas, los patos, desde sus
jaulas, suspiran -aliviados- al saber que no serán mis manos las
próximas en llevarlos al sartén.
-Seis medias por tres mil
liras (dos dólares). Qué increíble -¡y qué bueno!- que en Líbano, un
país que ha vivido tantas guerras, la moneda esté tan estable. Desde
hace más de treinta años, un dólar equivale a mil quinientas liras
–camino con mi monólogo mientras escucho otra oferta: treinta huevos por
tres mil.
Veo -además del sinnúmero de frutas, verduras,
dulces, especias, ropa, zapatos, vajillas, material de ferretería (todo
importado de China y de Turquía)- la montaña de jabón y de champú -de
todos los tamaños y todas las marcas- y el nudo en mi garganta baja a
mis piernas, deteniendo mis pasos.
-¡Marhaba! –el efusivo
¡hola! de mi tía revive mi marcha, llevándome a su encuentro junto a los
pepinos. Evocamos mi infancia y su juventud en las playas de Margarita,
al mismo tiempo que afirmamos: todo pasará, Venezuela.
A la
salida del mercado, una joven pareja, tomada de la mano, me recuerda mi
película de amor favorita: los dos, riéndose, casi corriendo, hablan,
disfrutan sus helados… Pienso en el de almendras que comí anoche, y de
nuevo se me hace agua la boca.
Entro al restaurante de mi tío,
pido un knafe y mi lengua -bañada de queso con caramelo- más de una vez
se paraliza para degustar más y más tanta felicidad. Al verme, la
sonrisa de mi tío sube hasta sus ojos que me dicen que comprenden -en su
totalidad- mi gozo.
-Sobrina, ayer dejé mi teléfono en aquella
mesa y nadie lo tocó. Allí estuvo más de media hora. La seguridad,
vivir tranquilos, no tiene precio. Es lo que todos, en cada rincón del
mundo, merecemos.
Salgo del local con las palabras de mi tío y
vuelve el nudo en mi garganta, al que de pronto espantan los
innumerables disparos unidos a la interminable fila de vehículos que con
sus bocinas festejan a los recién casados.
-Qué increíble -¡y
qué malo!- que sigan con esa costumbre. No han bastado las muertes
(debido a balas perdidas) de inocentes para dejar atrás esta absurda
tradición –otra vez camino con mi monólogo mientras veo que todos estos
carros se estacionan al frente de mí y escucho otro disparo: ¡increíble!
Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, veo a la misma joven pareja
y, aunque en mi memoria persiste su todo brillo que me lleva a mi
película de amor favorita, mi realidad insiste en también gritarme sus
latidos vueltos susurros:
-Qué extraño que mi papá no me contesta.-Sí, pero no te preocupes, estoy seguro de que está bien, vas a ver que te llamará.
-Mi papá en Siria. Mi mamá y mis hermanos en Jordania. Nosotros en Líbano. ¿Qué vida nos tocó?
Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, se me acerca un niño, quien
pide para un pan. Le doy el kaeek que no comí con el knafe y que guardo
en esta bolsa. El pequeño cruza la calle. Lo alcanza quien pudiera ser
su hermano menor. Se sientan sobre un caucho olvidado sobre la acera.
Comparten el pan. Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, suena mi
teléfono celular. Me preguntan por mi día y si he comido bien. Es mi
papá.
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