“Debemos
vivir nuestra lentitud (…) Las ventanas de las casas se presentan como
revelaciones”.
Hanni Ossott
“Una
de las cosas más arduas es enseñar a leer poesía y yo la realizo. La poesía le
llega a uno como llega el amor o la fiebre (…) A veces podemos leer
reiteradamente a un poeta y todavía no
nos llega. Y es que no estamos preparados para él. La poesía tiene una
duración, un tiempo (…) Leer poesía no es lo mismo que leer novelas o leer el
periódico. Cuando leo poesía me encierro en mi cuarto para que no me vean,
porque allí hago muecas, danzo, ondulo, leo en alta voz (…) me acuesto en el
piso, lloro, es decir, me conecto con lo más profundo del inconsciente. Y eso
no se le puede mostrar a nadie, para ello –como dice Virginia Woolf– es preciso
tener un cuarto propio. No les aconsejo a mis alumnos, por ejemplo, que lean
poesía en un carrito por puesto. Porque la poesía es un templo y a ella se va
con una vestidura especial y adecuada. Un velo (…) hay que querer leerla (…)
Averiguando qué diablos quiso decir el poeta. Porque los poetas son difíciles
de leer” (Hanni Ossott, en “Cómo leer la poesía”, en “Obras completas”, páginas
920-922).
Estar lejos de mi país, tener
alrededor a poca gente que habla español, ha acrecentado como nunca mi
necesidad de escribir. Ese creer que allí, detrás del papel o de la pantalla, hay
alguien, por lo menos una persona, que lee estas líneas, es algo más que un
gran respiro. Como ha afirmado Fernando Savater, somos humanos, por más que nos
sintamos bien en soledad, por más que la busquemos y la disfrutemos, precisamos
comunicarnos.
“La casa no es un privilegio de la
falsa riqueza sino de la riqueza misma. Los hombres siempre hacen casa, con lo
que pueden, desde lo que pueden. Pero no todos los hombres piensan la casa, no
todos la sueñan desde una intimidad. No todos son conscientes de ella.
Bachelard dice de la casa que es alma. Nosotros podríamos agregar que ella es
espejo de almas (…) La casa debería ser como el agua (…) a veces es demasiado
rígida (…) detenida en el tiempo, como una memoria congelada (…) hay unas que
son heladas, bien decoradas, pero frías. Como si en ellas nadie habitara. Se
trata de casas ‘perfectas’. Sin almas, sin pasión. Casas racionales. Casas de revistas.
El orden allí es tan exacto que podemos suponer que nada transpira allí, que el
pan no se cuece, que el horno no arde (…) En el niño que queda en nosotros, la
casa se vuelve búsqueda y reencuentro. Fundamos una casa nueva con la memoria
de la casa de infancia (...) Ella debe tener una conexión con el alma. En ella
deben estar expresos los viajes, las profesiones, los tíos, la imagen de la
madre y la del padre, los amigos” (pp. 967-969).
Hoy más que nunca los libros son mi
principal compañía: leerlos, “hablarles” también es algo más que un gran
respiro, sobre todo porque al cerrarlos no tengo con quien discutir su
contenido; muy lejos quedaron las asistencias a conferencias literarias,
presentaciones y ferias de libros que nos nutrían sobremanera en Margarita,
eventos que, jamás, ni la mejor clase –a distancia– magistral del mundo podrá
superar. Claro que aprendemos a través de la tecnología, sin embargo, el
contacto directo, sentarnos frente al autor, saberse rodeado de quienes
comparten nuestras pasiones, complementa el enriquecimiento.
“Nadie puede sentarse a escribir un
poema como si fuese un documento. Uno acumula experiencias, se llena de todo lo
que ve y contempla (…) Hay momentos secos, sin ‘duende’ ni magia en que
queremos escribir porque el cuerpo lo pide como un amor y uno busca cualquier
forma de suscitación. Esto sólo quiere decir que estamos enjaulados en cuerpo
de poeta. Y todo en nosotros quiere expresarse a toda costa. Cuando escribimos
así las cosas no salen bien. Escuchamos, sí… pero escuchamos mal. Hay un tiempo
para la escucha, a veces se nos presenta muy inconscientemente (…) Me hace más
feliz escribir que publicar lo escrito. Escribir pertenece al cuerpo y al alma,
y produce más dicha. Me gustaría escribir siempre sólo porque anhelo la dicha
de las revelaciones que producen en nosotros una alta tensión, un enervamiento
eléctrico, una pasión contenida… sin embargo, sé que no es posible para la
poesía esa continuidad. Los dioses no se posan con sus gracias para nosotros
todos los días. Debemos vivir nuestra lentitud (…) El poeta debe atajar en el
preciso momento el instante poético. Hay mucho material poético que perdemos en
el vivir. Lo vivimos sin más, para la memoria. Por ello el recogimiento, el
apartamiento y la soledad son lo más importante. Allí se macera, se cuece lo
vivido y alcanza su máxima tensión (…) Las ventanas de las casas se presentan
como revelaciones” (pp. 1006-1009).
Perdí la cuenta de cuánto esta
semana he releído a Hanni Ossott; sus reflexiones sobre el espacio (cuarto-casa)
y la soledad, combinación vital para leer, escribir: sus palabras me confortan,
y más en esta otra cuarentena que, aunque seamos hogareños, en momentos llega a
desesperarnos, a ponernos nostálgicos, conduciéndonos a repensar en la vida
para volver a cerrar los ojos, respirar, recuperar la calma ante tantísimo
desaliento, seguir.
Zahle, El Valle del Bekaa (Líbano), 22 de noviembre
de 2020.
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