viernes, 31 de marzo de 2017

A estas horas, cuando la tranquilidad de la tarde paraliza mi cuerpo, es cuando mi mente más corre a recordar, y regreso al jardín donde parecía que la tarde -como la de hoy- no tenía prisa en pasar; donde parecía que no importaba nada más que la sonrisa de pequeños y grandes con los churros en manos; nada más que la amable señora ofreciendo sus ricos tamales y esquites y su refrescante agua de horchata; nada más que el mariachi que no quería despedirse de los portales; nada más que el miedoso ratoncito entre el banco, escondiéndose de los pasos del niño; nada más que ese niño y otro y otro concentrados en los algodones de azúcar y en las pelotas que no les hacían extrañar los videojuegos.
Así transcurrían las tardes dominicales en aquel pueblo mágico, tan cerca y a la vez tan lejos de la ciudad, donde parecía que no había, que no importaba nada más que la inocencia.

En Comala, Colima (México), con Juan Rulfo.

De aquí y de allá

¿Dónde nací? En la Isla de Margarita (Venezuela). ¿Dónde nacieron mis padres? En El Valle del Bekaa (Líbano). ¿Dónde viví muchos años? En Colima (México). ¿De dónde me siento? Ay, ¡aquí la respuesta ya no es tan inmediata!, pero, por favor, antes de señalarme, de acusarme, de hablar por mí y afirmar que no quiero a mi país, le pido que lea -ojalá que me sea posible explicarlo y en un espacio tan limitado- lo que vive en mí.
Aunque he tenido la oportunidad (lo que le agradezco mucho a la vida) de ir a Líbano, tierra a la que le tengo un inmenso cariño; aunque mi lengua materna es el árabe y desde niña como tabbule, falafel, fatayer y hummus (¡y me encanta!), mentiría si dijera que me siento libanesa. Sin duda, aunque reconozco mis orígenes, soy venezolana y también muero por una arepa, un pabellón criollo, unas empanadas, una cachapa con queso guayanés, una cocada y unas hallacas (sobre estas últimas, me permito presumir las que prepara mi mamá).
Ahora, si me preguntan por Colima, donde viví ocho años, si me preguntan si me considero mexicana, aquí sí me detengo, aquí sí no podría decir que no me siento de allá, de ese rincón que me dio su calor hasta el último segundo, donde aprendí a comer picante y ahora todo me sabe a nada si no lo lleva. Sí, seguramente me sucede esto porque, a diferencia de Líbano, en México sí viví y no únicamente eso, sino que desde el primer momento quedé enamorada de él y mi enamoramiento creció cada día más. Claro que antes que nada soy margariteña, pero no puedo negar que México también forma parte de mí. Estoy aquí, pero me siento allá y, seguramente, si regresara me sentiría aquí (como solía pasarme).
El pasado 22 de agosto fui a renovar mi pasaporte venezolano (por cosas de la vida, a pesar de haberme casado con un mexicano, no obtuve la nacionalidad de ese país) y hasta que estuve sentada frente a la cámara con la que me tomaron la foto que pegarán en el documento, me di cuenta de lo que llevaba encima y me dije sin voz: “¡Saldré con una blusa colimense!”. Aquí, en Margarita, me han llegado a comentar que no tengo que estar representando a México, y he expresado que no uso esa ropa por eso, sino porque me siento cómoda, porque me gustan sus diseños, sus colores, sus telas (tiendo a no aferrarme a lo material, pero cuánto lamento haber tenido que dejar en Colima algunos vestidos, muy hermosos, que siempre usaba para salir o estar en casa).
Tras este tipo de observaciones que me han hecho, también he preguntado al aire: ¿Qué es la nacionalidad? ¿Por qué ese afán de etiquetarnos? ¿Por qué no pensar en un solo mundo, en vez de estar pendientes de las divisiones? ¿Por qué no mejor definirnos como de aquí y de allá? ¡La tierra es de todos! El hombre fue quien creó las fronteras, los países. Por eso hoy, cuando me preguntan de dónde soy, contesto que me llamo Dalal y que nací en esta Isla, pero que mi sangre viene del mar Mediterráneo y que mi corazón está en los suelos que conocemos como Venezuela y México.
Hace tres días crucé la calle junto a dos hombres mayores. A quien le calculé casi ochenta años, tenía unas sandalias de una conocida marca extranjera que ahora muchos usan por ser muy cómodas. Su compañero, unos diez años más joven, llevaba unas alpargatas (un calzado típico tanto de Venezuela como de otras naciones latinoamericanas, también usado en España y en Francia). Qué bonito es conservar nuestras costumbres y qué maravilloso es hacerlo sin darle la espalda a lo otro que también nos corresponde. Todo es de todos. Nada es original. Nosotros mismos somos el resultado de mezclas: en mi caso, hasta donde sé, también tengo raíces turcas y saudíes. No nos encasillemos. Valoremos lo nuestro (que también es de los demás) y no neguemos lo externo (ni mucho menos evitemos amarlo), ya que también nos pertenece.
Porlamar, 30 de agosto de 2012.

*"De aquí y de allá" aparece en el libro homónimo, de su servidora.

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Dalal El Laden Ghazaoui.


viernes, 24 de marzo de 2017

Li Bai, el genio de la poesía china*

Li Bai, llamado “el genio de la poesía”, cultivó todas las formas corrientes de la época de la dinastía de los Tang (618-907), ofreciendo, según conocedores de su obra, un rostro diferente y complementario del genio poético. Este poeta (el más importante de la China clásica) se apasionó desde su juventud por la poesía, las artes marciales y la vida taoísta. Tanto su poesía como su personalidad fascinaban en vida, pareciendo vivir por encima del común de los hombres, fuera de las obligaciones de la sociedad, distinguiéndose también por su temperamento apasionado, sus ambiciones inmensas, su romanticismo turbulento y su gusto por la independencia.
 Li Bai supera el marco artificial de la poesía mundana y descubre allí todo su ser: sus ambiciones decepcionadas, su pasión por los viajes, por la naturaleza, por la embriaguez, su búsqueda taoísta de la inmortalidad. En sus poemas, además de su amor por la naturaleza -tan maravillosa para él por el hecho de permitirle estar en soledad-, menciona el paso del tiempo -relacionándolo con la vejez, donde entrarían las debilidades del individuo- y el más allá.
 En el poema que transcribiré a continuación pareciera que, sin importar cuántas veces lo hayamos leído, Li Bai nos invitara a reflexionar más allá de sus palabras, arrastrándonos por un mundo lleno de emociones:
 Si es la vida un gran sueño,
 ¿para qué atormentarse?
 Yo bebo todo el día.
 Cuando me tambaleo,
 me duermo al pie de las columnas,
  despierto bajo el sol;
 oigo cantar un pájaro oculto entre las flores.
 ¿Qué hora será?
 El viento de la primavera
 difunde la canción del ruiseñor.
 Me siento conmovido y pronto a suspirar,
 mas me sirvo otra copa.
 Y canto yo también como los pájaros.
 Cuando la noche llegar a relevar al sol,
 se agotan mis canciones,
 mas he perdido ya de nuevo
 la sensación de lo que me rodea.

*En honor al Día Mundial de la Poesía, que se celebró el 21 de marzo.

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Hoy no me pasará nada

-Ponte otra camisa, Ibrahim.
-No te preocupes, habibi, hoy no me pasará nada.
-¡Cámbiatela, por el amor de Alá!
-Hoy todo irá bien, lo presiento.
Lo que me ha sucedido ha sido por pura casualidad. Bueno, para no verme tan positivo, por qué no decirlo: pues sí, digamos que no he tenido muy buena suerte. Pero hoy todo saldrá de maravilla porque, para empezar, no me detendré en Jib Janin, por mi cóctel de frutas favorito, sino que seguiré mi camino hasta llegar a casa de mis suegros, en Baaloul, donde, para prevenir, no aceptaré ni una taza de café.
Confieso que he pasado noches casi sin dormir, preguntándome qué tendrá esta camisa, si se tratará de algo más que mala suerte. Tan bonita que es y lo elegante que me veo con ella. La compré el año pasado, justo en estas fechas de Ramadán. Yo estaba en Zahle, la vi exhibida, me la probé y, sin importarme su elevadísimo costo, la pagué, ¡y ni pedí descuento!
La estrené al día siguiente. Yo estaba feliz cuando empecé a saborear la cena, pero me distraje hablando con una de mis nietas, y el plato de hojas de uva, tabule y kibbe, que recién me habían servido, se me vino encima. A la semana, cuando volví a ponérmela, ya no me cayó la comida, sino el jugo que acepté en casa de mi primo. Luego fue el manaísh, durante el desayuno con los socios. Más adelante, el knafe dominical, en el SeaSweet, y bueno, digamos que la lista sigue, y es larga.
-¡Ahla u sahla! -muy alegre, me recibe mi suegra, quien en breve lamenta el problema con la tubería, que le ha causado un gran charco en todo el frente de su casa, aunque su risueño semblante regresa al yo entregarle las hojas secas de mlukhiyi que le mandó mi esposa, para la cena de este viernes.
-¡Itfaddal al ahwe! -me invita mi suegro, también muy contento, sin embargo, con mucha pena rechazo su rico café, con la excusa de que debo volver al trabajo, prometiéndole que el viernes, sin falta, sí se lo aceptaré.
 Veo mi camisa limpia y cruzo la calle con el mismo gozo que siento al salir temprano de la oficina. A menos de cinco metros para llegar a mi vehículo, pasa una camioneta que transporta a mi pecho el agua estancada de la que acababa de quejarse mi suegra. Ya en Ghaza, entrando a casa, me libero de mi camisa aún húmeda y, mientras -¡con la ayuda de una gran tijera!- voy dejándola en pedazos, experimento el mismo gozo que siento al no ir a la oficina, mezclado con el gran placer que hace media hora viví, en Jib Janin, al disfrutar mi cóctel de frutas favorito.

*"Hoy no me pasará nada" aparece en el libro Hasta donde me permita la vida, de su servidora.

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¿Qué somos ante el infinito?


viernes, 17 de marzo de 2017

El náhuatl es una lengua, no un dialecto

Hace justamente cinco años conocí a un joven profesor de inglés. En ese tiempo, yo recién empezaba a asistir al Seminario de Lengua y Cultura Náhuatl que imparte el Doctor Patrick Johansson Keraudren, en la Universidad de Colima. Durante esos días de seminario, me tocó ir a la presentación de uno de los libros del Doctor Miguel León-Portilla, quien, con el corazón en la mano, nos pidió que cada vez que escucháramos a alguien decir -y muchas veces con aire de inferioridad, como el caso del joven profesor- que el náhuatl no es una lengua, sino un dialecto, que, por favor, todos hiciéramos lo posible para hacerle ver a esa persona, para hacerle ver al mundo, el error en el que están, ya que, contrario a lo que muchos piensan, sí es una lengua, una lengua que tiene historia, literatura, y de la que todos nos debemos sentir orgullosos.
Tras haberme preguntado para qué quería aprender a hablar un “dialecto” y repetirme una y otra vez que, por esto de la “globalización”, es más importante y necesario saber inglés, detallé el físico del profesor y no podía entender cómo alguien con rasgos indígenas tan marcados menospreciara acremente lo suyo.
Se veía enojado. Saberme interesada en el náhuatl pareció incomodarle e hizo todo lo posible para, según dijo, sacarme de mi errónea creencia. Dejándome sola por unos minutos, se dirigió a una biblioteca que estaba a pocos pasos de nosotros, regresando con un pesado libro entre sus manos y pidiéndome que leyera unas confusas líneas del mismo en las que, aseguró, se “aclaraba” que el náhuatl es un dialecto y que todos los que nos atrevemos a denominarle lengua -palabras más, palabras menos- somos unos ignorantes que no queremos ver las cosas como son. El texto no decía lo que él afirmaba, sin embargo, no cesaba de darme su interpretación.
El náhuatl (“palabra armoniosa que agrada al oído”), según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), es la “lengua principal de los indios mexicanos, perteneciente a la familia lingüística utoazteca”, dándole “forma escrita los misioneros españoles (sirviéndose de caracteres latinos)”. En español contamos con “gran número de palabras de la lengua náhuatl o azteca, como camote, cacao, chocolate, tiza, aguacate, chile, tomate”, entre muchas otras. Según el Doctor León-Portilla, esta lengua es hablada por dos millones y medio de personas (desde el norte de México hasta Centroamérica).
Por otra parte, el DRAE señala que “en lingüística cualquier lengua con relación a otras que, con ella, derivan del tronco común: el italiano es uno de los dialectos que se derivaron del latín común”, es un dialecto; en otras palabras, se le denomina así a “cada una de las variedades regionales de un idioma, que tiene cierto número de accidentes propios”. En España, por ejemplo, se consideran dialectos del catalán al valenciano y al mallorquín. En el caso de México, específicamente del náhuatl, esta lengua también tiene sus variantes dialectales (por ejemplo, en la costa de Michoacán hablan náhual, mientras que en la Sierra Norte de Puebla predomina el náhuat).
El Maestro José G. Moreno de Alba -quien ha sido director de la Biblioteca Nacional de México, investigador nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, y quien además es autor de varios libros y numerosos artículos sobre temas de filología y lingüística-, en el apartado Dialecto y lengua, de su libro "Minucias del lenguaje", afirma que debemos “referirnos al náhuatl, al zapoteco, al mixteco o al maya como lenguas y no como dialectos, a no ser que precisamente estemos haciendo alusión a las variedades internas de cada uno de esos sistemas lingüísticos”.
Don Ramón Lorenzo Baltasar y su joven compañero Miguel Esteban Flores (Miguelito) son de Tlacuilotepec (“en el cerro escrito o pintado”, en náhuatl), una comunidad ubicada en la Sierra Norte de Puebla. Llegaron a Colima hace quince días en un camión en el que también comen y duermen, mismo que descansa en la carretera a Comala, entre una gran variedad de hermosas artesanías que, en su mayoría, compran en Veracruz. Estiman quedarse una semana más para luego dirigirse a Guadalajara.
Desde niño, don Ramón habló la variante dialectal náhuat, de la que se siente orgulloso, y no titubea al decir que “es muy bonito saber hablarla, para que no se pierda”. En sus ratos libres se la enseña a Miguelito. A pesar de que los papás de este último también la hablan, los niños de Tlacuilotepec ya casi no lo hacen, ya que en las escuelas le están dando más importancia al español, usando libros de texto en este último idioma. A Miguelito le gustaría seguir aprendiéndola para poder comunicarse bien con sus siete hermanos y con sus amigos.
Tristemente, en repetidas ocasiones, por miedo a recibir algún rechazo, don Ramón ha tenido que dejar de hablar náhuat. Hace unos meses, por ejemplo, un señor que había pasado a ver las artesanías, tras escuchar a don Ramón y sus compañeros, se molestó y les acusó de que seguramente estaban hablando mal de él, exigiéndoles que se comunicaran en español. “No en cualquier lugar podemos hablar en nuestro dialecto, muchas veces, para que el cliente no se sienta mal, para que no se vaya a ofender, para no causar problemas, usamos el español; es pura ignorancia de su parte porque en lugar de que nos digan ‘enséñenme’ se sienten ofendidos si no nos entienden”.
Con una incipiente sonrisa, don Ramón recuerda a un estudiante que conoció en Tamaulipas, quien le hizo preguntas sobre el náhuat y le quedó muy agradecido por su enseñanza.
Ahora, al recapacitar en lo que sucedió con el profesor de inglés, en las palabras de don Ramón y Miguelito, el deseo de seguir el consejo del Doctor Miguel León-Portilla es más y más ferviente. Desde aquí, con mucho optimismo, me atrevo a decirle al Doctor que cada vez somos más los que nos esforzamos por que el mundo esté consciente de que el náhuatl es una lengua. Y, con aún más optimismo, también me atrevo a decirle que entre todos lograremos que ésta siempre siga viva, que nunca muera.
Comala, Colima, junio de 2010.

*"El náhuatl es una lengua, no un dialecto" aparece en el libro De aquí y de allá, de su servidora.

Don Ramón y Miguelito.

  Con el Doctor Miguel León-Portilla.


Nimitztlazotla, Oaxaca

Llegamos una noche fresca de abril. Nos dijeron que había llovido fuerte. Ya en la habitación del hotel, alistándonos rápidamente, mi hermana y yo nos dirigimos al zócalo de la ciudad. Un sinfín de melodías animaba a los comensales quienes, sentados en los portales, saciaban su hambre con unos chapulines bañados de limón que, siendo sincera, me causaron un ligero escalofrío tras aterrizar en mi boca. Entre moles, tlayudas, tamales y chocolates, mi emoción se acrecentaba cada minuto más y más. Estaba en Oaxaca.
Los sitios arqueológicos robaron nuestra atención, pero aún más la nobleza y la hospitalidad de los oaxaqueños. No dejábamos de asombrarnos ante tanta amabilidad.
Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que eran dos Oaxaca. Una, la del ambiente turístico-festín que habíamos presenciado horas antes y otra, muy diferente, la de los pueblos áridos y desconsolados que albergan a quien realmente es su gente.
Fue precisamente su gente la que nos mostró cómo obtienen el mezcal, el método de fabricación de sus hermosos y valiosos tapetes y rebozos, y la que nos abrió las puertas de sus talleres de finas artesanías.
Conocimos a don Valente Nieto Real. Sus manos manchadas, su imagen sumisa, sus ojos despiertos, su boca risueña, avivaron mis latidos. Una tonada oaxaqueña, de entre los aires, había aterrizado sobre una partitura amarrada a una pared: "Barro de fe, barro de amor vibrando santa melancolía, símbolo fiel del dolor que canta en la raza mía... Cántaro fiel, timbre racial del zapoteca bronceado y fuerte, ya lleves agua o mezcal le sirves hasta la muerte".
Don Valente nos habló de los inicios de su taller, de su madre, doña Rosa Real, quien fue la que accidentalmente descubrió que tallando el barro negro -ya trabajado y seco, con un cuarzo- éste obtenía el brillo que hoy le caracteriza, logrando con esta revelación que su empresa creciera y obtuviera la fama y el éxito con los que cuenta.
Lamentablemente, los que no tienen sus propias empresas, en un principio buscaron una esperanza en el campo, sin embargo, al no contar con el suficiente apoyo para trabajarlo y poder así vivir dignamente de él, han decidido salir a la ciudad -a esas calles donde pareciera que todo fuera color de rosa- a comerciar sus tan bien hechos trabajos textiles y artesanales. Esas mujeres de mirada agachada, de cuerpos escondidos bajo sus coloridos rebozos, mientras lloran por unos pesos y malbaratan sus trabajos, duelen. Oaxaca, la Oaxaca verdadera, duele. Duele en el alma saber que hay tanto, que hay para todos, pero que son pocos los que tienen.
Aunque los poderosos no dicen nada, aunque el pueblo -por no tener otra salida- calla, el talento de los oaxaqueños no es un secreto para ellos ni para nadie. Era para que ese pueblo tan rico -en historia, cultura, arte y territorio- y noble viviera otra realidad. Salí de esas tierras con alegría aunada a tristeza e impotencia. Inocentemente me creí consolada al imaginarme algún día no muy lejano de regreso y al repetir en mi mente una frase que, si bien sabía que no estaba en zapoteco ni en mixteco, sino en náhuatl, sentí tan dentro de mí: Oaxaca, nimitztlazotla ica nochi noyollo (Oaxaca, yo te amo con todo mi corazón).
Colima, Col., 4 de junio de 2010.

*"Nimitztlazotla, Oaxaca" aparece en el libro De aquí y de allá, de su servidora.


Con don Valente Nieto Real.

Catarí

-¿Por qué siempre, siempre tengo que encontrarme con él? -yo me lo preguntaba una y otra vez, mientras el espejo del ascensor se encargaba de que yo viera mis canas, y el ascensor, amable, a ellas les sonreía al subirme a mi piso.
-Al bajar a caminar, me lo encuentro. Al irme al trabajo, me lo encuentro. Al regresar, me lo encuentro -mi monólogo se paralizó al yo entrar al departamento y llenarlo de música.
-Catarí, Catarí...
La música que acompañaba mi ducha, mi cena y mi alma, de pronto, me inquietó:
-¿Cuántas veces he repetido “Core 'ngrato”? El volumen hoy también está muy alto. ¿Y si al amargado le llega mi escándalo? ¿Y si no lo dejo dormir y se enoja y viene y me reclama? ¿Será por esto que no me saluda? ¿Será por esto que le caigo mal? Hoy también es tarde, ya más de la una... ¿Por qué nunca me saludará? ¿Qué le cuesta? ¿Será por su edad? ¿Será que con los años nos vamos amargando? ¿Por qué tenemos que ser vecinos? ¿Por qué justamente me tocó vivir arriba de su piso?
Creo que mi monólogo se unió al “Core 'ngrato” y, justamente en la parte de “Catarí, Catarí”, salió por mi ventana, bajó hasta la siguiente ventana y llevó a que tocaran suavemente mi puerta.
Lo vi. Era él. Mi vecino. El amargado. Volví a verlo. Lo tenía en toda la puerta. Era él. Pero algo en él lucía diferente. Ya no parecía tan amargado. Catarí seguía y me animó a romper el silencio en la puerta:
-Discúlpeme, señor, qué pena, ya voy a bajarle el volumen, qué pena, disculpe -pronuncié estas tortuosas palabras sin dejar de repetirme sin voz "ahora no parece tan amargado, pero es el amargado".
-No se disculpe, signorina. Hoy por fin vine a darle las gracias. La escuchaba mucho con mi esposa... ¿Sabe? Era nuestra canción. No, no, por favor, no se disculpe, no le baje el volumen porque con él mi esposa, a quien yo llamaba Catarí, ha bajado del cielo.
Ahora, cada vez que bajo y subo en el ascensor, éste también canta “Core 'ngrato”. Ahora, cada vez que bajo y subo en él, yo también, frente a su espejo, les sonrío a mis canas.

*"Catarí" aparece en el libro De aquí y de allá, de su servidora.

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Demostremos al mundo quiénes somos

"Vino hace muchos años. Traía en el espacio de sus venas una sangre valiente y amorosa. Recordaba cuentos, lugares, atmósferas distantes. Sabía del trigo y de la uva. Decía que el cedro no era nada más una madera preciosa, era una preciosa sombra, un techo para los juegos de los niños, un regazo para el adolescente que piensa. Traía la harina y el horno, la semilla y la flor del Líbano. Decía que el cura de la aldea era un limosnero de Dios, que andaba de casa en casa pidiendo para dar a los pobres; que el cura trabajaba en la tierra como otro cualquiera, y que aquel era un pueblo justo y benigno. Aquí encontró el dolor, la nostalgia, los sueños. Se hizo hombre como se hace una espada, a fuerza de golpes: el Señor de la vida es un herrero. Aquí encontró mujer. La cuidó y la amó, fue amado. Anticipó el paraíso en el lecho nupcial. Recibió el regalo de los hijos y construyó su casa. Sacó agua del pozo y cultivó la tierra. El Señor de la vida es sembrador y es albañil y es carpintero. Fue agredido por el desprecio y la soberbia de los tontos. Pero no alimentó rencor ni odio. Puso a crecer su corazón y creció limpio. Se llamó resistencia. Adoptó este país como adoptar a un padre, como escoger a una familia, como optar por un lugar donde vivir y donde quedar muerto. En los ríos de México, en el viento, en los maizales, en los bosques, en los venados y en los tepezcuintles, en las espigas y en las calabazas, en las casas de adobe, en las veredas, bajo la lluvia o bajo el sol, allí está el Libanés que vino a México".
Cuando Susana Harp me habló sobre su padre, recordé las palabras arriba citadas, de Jaime Sabines, y recapacité en la vida de ella y en la mía. Mi vida que, al poco tiempo de haber aterrizado en este país, hace ochos años, ha estado ligada a la de Susana, ya que sus canciones, su voz angelical, han llegado a formar parte de mis días, de mí misma. Su padre, libanés, salió de su país desde muy niño, al igual que el mío. Ambos tuvieron que vivir y enfrentarse a muchas cosas. Su padre en México, el mío en Venezuela, vieron nacer a sus hijos y les enseñaron a amar y a respetar al suelo que les abrió las puertas de su territorio y de su corazón.
Su papá llegó a México y, como es común con los emigrantes libaneses, fue víctima de burlas por su acento. Para evitar futuros rechazos, no registró a sus hijos con nombres árabes ni les enseñó a hablar su idioma. En palabras de Susana, “ese es el error que ocurre en las comunidades indígenas, que no puedan entender que los niños tienen las neuronas suficientes para entender su lengua materna y, además, el español”.
Susana nació en Oaxaca, una ciudad que fue testigo de su inclinación -desde niña- a ayudar, a sentirse identificada con los artesanos, con las tejedoras, de conocer y valorar a cabalidad su trabajo. A partir de las labores comunitarias que realizaba a las afueras de la ciudad, empezó a tener una visión total de su Estado, “fue como abrir los ojos”, y a acercarse a la música que le ha acompañado desde siempre, siendo su madre pianista, y por estar presente en las calles, en cualquier fiesta. “La música es algo inherente a Oaxaca, es como respirar... ahí está”, me dijo, con un brillo en sus ojos que gritaba cuán orgullosa se siente de ser de su tierra.
La gente no deja de sorprenderse al verla ataviada con sus hermosos rebozos y huipiles y no han faltado los comentarios de los que parecieran que se afanaran en menospreciar lo de uno y alabar lo de fuera: “¿Acaso no pasó ya la Guelaguetza?”. U otros como: “Qué bonito huipil, bueno, a ti se te ve bien”. Por su vestimenta, la han llegado a relacionar con ciertos partidos políticos y a insinuar que antes de cantar lo que canta seguramente tiene que fumarse algo.
Duele reconocer que los propios mexicanos mencionen estas irreverencias, pero es una realidad. Lo más importante, afirma Susana, es que cada vez hay mayor apertura, ya que, mediante este tipo de música (además de en español, canta en zapoteco, mixteco, maya, náhuatl, entre otras lenguas), la gente está interesándose más por la riqueza cultural de este país.
No cree que se tenga que decidir entre las quesadillas o el espagueti, “más bien hay que darle el valor que cada cosa tiene. Sería muy infantil ponerse un rebozo en la cabeza para que lo otro no llegue. Hay que trabajar en la parte de la revaloración, del autoestima, y no estar rogándole a Dios que no lleguen los Gansitos, la Coca-Cola. Hay que entender quiénes somos, valorar lo nuestro y demostrar al mundo lo que somos”.
Valiéndome de las sabias palabras de Susana, lo reitero: solamente amando lo nuestro podremos entender quiénes somos y enseñárselo al mundo. Hagámoslo.
 
Ciudad de México, 23 de junio de 2010.

*"Demostremos al mundo quiénes somos" aparece en el libro De aquí y de allá, de su servidora.

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 Con Susana Harp.

Ella, él y su rutimonio

Él acaba de cumplir treinta y cinco años. Mañana es el día: se casará. Ella se irá a vivir en la casa que dejará de ser sólo de él. El silencio estallará. Ya no habrá platos sucios en la cocina ni hormigas devorándose los restos de la cena que quedaron sobre el comedor.
El espacio de él ya no será sólo para él. Su voz se perderá con la de ella. Irán de compra al supermercado, donde discutirán si llevarán lechuga o repollo para la ensalada de mañana. Luego llegarán a casa, colocarán cada cosa comprada en su lugar. Se pondrán la pijama, cepillarán sus dientes. Esperarán el amanecer.
Necesitarán algunos meses para adaptarse, conocerse. También requerirán un tiempo para aprender a soportarse, a no alterarse cuando algo hecho o dicho por uno de los dos les incomode, o cuando el mal humor se asome, los celos los cieguen o la rutina los canse.
Una noche entrará a su casa. Estará agotado, somnoliento, y ella lo abrazará. Le dirá que lo ama. Él sentirá que todo vuelve a su lugar, aunque ya no exista el silencio y no vea más hormigas en la cocina.
Cuando se pelee con alguien en el trabajo, llegará a casa y se lo contará. Ella querrá consolarlo y él deseará cerrar sus ojos para intentar olvidar el mal rato. Al escucharla, se quedará dormido, pero ella, al notarlo, creerá que le aburrieron sus palabras de aliento, se sentirá poca cosa y afirmará que él ya no la ama. Llorará. Sus llantos lo despertarán. Aun con sueño, la abrazará, le asegurará que por ella vive, que la quiere y que solamente está fatigado; mañana será un largo día, debe descansar. Ella dirá que lo entiende, pero, en el fondo, él sabrá que no le está diciendo la verdad, que se volteará, le dará la espalda y dejará caer sus lágrimas sobre las sábanas con olor a jazmín.
Un día todas las penas de ella parecerán olvidadas, llegará a casa con una sonrisa, le preparará una rica sopa y lo esperará. Le dará la noticia. Más adelante los llantos de otro serán la causa de sus desvelos, de una llamada de atención en el trabajo por haber cometido un error al escribir el último reporte, y de algunas peleas con su esposa tras desesperarse al ver sufrir al pequeño cuando le estén saliendo sus dientes. Cada día los absorberá más. En lugar de comprarse unos zapatos para ellos, preferirán esa ranita de peluche que hará juego con las paredes de su cuarto. Vivirán para él. Envejecerán.
Ese niño será un hombre. Un día suspirará al ver los nombres de sus padres en la fría lápida del camposanto. A su mente llegará un sinfín de recuerdos. Vivirá en la casa donde nació, con la madre de sus hijos. Su historia resultará ser una copia al carbón de la que vivieron sus padres. La única diferencia será que sí habrá hormigas devorándose los restos de la cena que quedarán sobre el comedor.

*Ella, él y su rutimonio" aparece en el libro De aquí y de allá, de su servidora.

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