Ghaza,
El Valle del Bekaa, 27 de junio de 2016.
Apenas
amanece. Intento descifrar lo que me despierta. No, no están regando la tierra.
Con este ruido desconocido vuelve la canción con la que dormí anoche y mi amor por
ella me da la fuerza para dejar las sábanas y dirigirme a mi ventana:
“El brillo del sol, sobre mis
hombros, me hace feliz”.
El gran número de niños recogiendo
la papa sembrada, explotados por largas horas bajo el sol que no tarda en
estallar, apaga la canción que me acompañó toda la noche, para dar pie a mi
monólogo que me lleva a otra canción que también amo, pero que me deja sin
fuerza porque duele; duele.
–A los niños les dan dos mil liras;
a los adultos, cinco mil –recuerdo lo que mi primo me dijo hace contados días–.
Además de la explotación, los dueños o encargados de esas tierras, cargando
grandes palos, los vigilan mientras recogen la siembra y, si no les agrada algo,
les pegan.
–Sí, una vez me tocó ver de cerca
cómo uno le daba, con el gran palo, a una mujer. Me detuve y le grité: ¡Miserable!
¡Imagínate que fuera tu esposa, tu hija, tu hermana o tu madre! Y el
sinvergüenza se quedó callado, volteó a otro lado y se alejó de la pobre señora
–revivo las palabras de mi otro primo.
El tractor va y viene al mismo
tiempo que las manos no descansan; con gran rapidez recogen cada papa que ahora
reposa sobre cajas de cartón, listas para la venta.
–Cómo es la vida. Trabajar tantas
horas, soportar el maltrato físico y verbal, el sol, el hambre, la sed –y ahora
más, ya que muchos practican el Ramadán–, todo para recibir una burla de
dinero. ¡Sólo me arrepiento de no haberle partido la cara a ese miserable!
Ya es mediodía y allí siguen todos,
y tres hombres –cada uno con un gran palo en mano– caminan y caminan, vigilando
todo. “¿Y si veo que le pegan a alguien? ¿Qué hago?”, mi monólogo no descansa.
Vuelvo a anoche, a la fiesta –por
Ramadán– organizada por una escuela. Vuelvo a las luces, a la venta de café, de
dulces, de jugos. Vuelvo a los pasos de tantos jóvenes, quienes caminan y
caminan, pasando por los mismos lugares, atentos a los pasos de más jóvenes.
Vuelvo a la alegría de los niños brincando sobre castillos inflables. Vuelvo a
la música en vivo: al oud, al derbake, a la voz.
Vuelvo a esta máquina, a esta página
y regresa la canción que me tiene sin fuerza; vuelvo al teclado y transcribo su
letra y la borro mientras recapacito que es la misma canción con la que dormí
anoche y con la que fui feliz, pero que ahora duele; duele. Y vuelvo a
transcribir: