lunes, 26 de agosto de 2019

Amor asuntino


“El tiempo ni vuelve ni tropieza, pasa, se desliza por entre nuestras manos para perderse de ti, para que te pierdas sin él. El tiempo y su aliado, el destino, son cazadores implacables: todos somos sus presas y ninguna se les escapa”.

Joaquín Marta Sosa, 

en “No cesa de llover”, página 356.



Sábado. Qué rápido. Cómo pasó esta semana. Tengo que ir a comprar perrarina. En el supermercado, por segundos, detallo a un niño de unos tres años dentro de un auto de juguete, intentando mover el rígido volante, riendo sin parar, sin fijarse en que se mantiene en el mismo lugar, ocupándose sólo en su alegría por –en su imaginación– estar manejando. Algo similar me sucede cuando estoy en este cuarto: aquí, al tomar el teléfono celular y ver fotos, leer noticias, muchas veces lo pongo en silencio, arrinconándolo en la gaveta de la mesa de noche para adentrarme más en mi mundo, tal como el niño que hoy vi, atento a su realidad, sin importarle nada más que su goce. 

     Ir a un supermercado aquí es revivir las idas a éstos en Margarita: debía agarrar fuerzas en la entrada, preparar mi mente antes de ver los elevadísimos precios, de caminar junto al desánimo de todos (“ni una galleta le puedo regalar a mi nieto”, “nos quedaremos sin pasta”, “no hay cloro”, “estos criminales nos están matando”), de notar la perplejidad de la mayoría al ver un carrito hasta el tope de víveres (“cuánto les costará ese mercado, cómo le harán para pagarlo”, silenciosas preguntas internas que carcomen el alma), de llegar a la caja sin efectivo (porque “no hay”) y pedirle a Dios “que no se vaya la luz”, que el Banco tenga conexión para usar la tarjeta. Después de todo esto, entrar a casa era un alivio (aunque no tuviera agua ni electricidad): cerrar la puerta (pasándole –previniendo un robo– muy bien la llave) y concentrarme (aún no sé cómo, ante tanto desgaste emocional, lo conseguía) en la lectura, en la escritura, dejando de lado (¿qué tan verídica será esta afirmación?) lo apenas experimentado en el establecimiento.

"Las tardecitas de La Asunción también tienen su qué sé yo, lástima que Astor Piazzolla nació en Buenos Aires y a nadie de acá se le había ocurrido decirlo antes (…) Eran las cinco de la tarde y los cerros del Oeste limitaban el paso del sol a la vieja ciudad enclavada en el valle de Santa Lucía, ni siquiera los altos robles centenarios que circundaban la plaza Bolívar recibían sus rayos en forma directa. No obstante, a través y por encima de sus frondas, el cielo brillaba con un azul claro de infinita transparencia”.
Francisco Suniaga, 
en “Adiós Miss Venezuela”, página 215.

     Aquí, en esta habitación, “desconectada”, abrazo al tiempo y al destino, cierro los ojos, me creo en Margarita, sobre todo en La Asunción, en la plaza Bolívar, mi espacio favorito de la isla, inspirador como ninguno.

Aire asuntino

Dejo atrás la casa hecha oficina, 
su fragancia a años, 
su pintura rosada
adornada de inexpresivas caras, 
gracias a la inevitable rutina.
Me detengo,
tomo la imagen
sobre este suelo lleno de amarillo y verde, 
que también recibe al vaso plástico de vuelta pisoteado 
bajo el imperdonable rayo.
Aun con el rayo,
la brisa amiga
entre las alpargatas, el traje azul, la guitarra
y el sombrero del hombre,
frente a este banco bajo las ramas,
testigo de mi cuerpo inquieto, 
sediento de sombra
 frente a postes y vitrales.
                                                                                             
                                                                                 ***
Doce de mayo

Caminar en La Asunción
detiene mis pasos,
me sienta en el banco,
me acerca un café marrón claro,
me lleva a sonreírle al gato en el árbol, 
me dibuja en la rama tu corazón que extraño, 
regresa mi andar que hoy también canta 
que de verdad he amado.

     Cuánto te extraño, Margarita; cuánto te sueño, La Asunción. Espero pronto poder volver a sentarme entre tus centenarios robles. En lo que llega ese momento, es para ti todo lo que mis dedos, desde esta distancia –en la que, recordando siempre al niño-maestro del supermercado, seguiré arrinconando el teléfono para agarrar más fuerza–, logren escribir.

Ghaza, El Valle del Bekaa (Líbano), 24 de agosto de 2019.

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miércoles, 14 de agosto de 2019

Caracas: Contigo en la distancia


“Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: 
está en nuestras lágrimas y en el mar”.
Khalil Gibrán.


Estoy cansada. Un virus, dicen. Por tanto calor y frío. Debo reposar. Casi no me enfermo. Y estar todo el día en esta cama con este malestar es una tortura. No puedo leer. No puedo escribir. Alejada toda comida, por favor. Bebo agua. Estiro los brazos. Respiro. Puedo respirar. En cualquier instante mi cabeza estalla. También mi espalda. Acomodo los cojines. Tomo este teléfono celular. Veo fotos. Parece que las horas mediterráneas quisieran explicarme por qué aún estoy acá. Serán los viñedos, las rosas. Será el azul, la calma construida en mi cuarto, éste, mi mejor compañía. Será el amor más profundo que, sin esperar -sin duda, regalo de la vida-, poco después de aterrizar, conocí, abracé y, sobre todo, comprendí aquí.
     El día que esta tierra sea testigo de mi adiós, será en paz.

“Detrás de la alegría y la risa, puede haber una naturaleza vulgar, dura e insensible. Pero detrás del sufrimiento, hay siempre sufrimiento. Al contrario que el placer, el dolor no lleva máscaras”.
Eduardo Liendo.


Después de una madrugada difícil, por fin puedo retomar la escritura. La reciente noticia de la muerte inesperada de un amigo a todos en casa nos deja afligidos. Hay tanto que escribir sobre el sentir por el misterio de esta breve existencia llamada vida que, ahora, sobre este teclado, mis manos quisieran saber por dónde empezar.
     Otra vez sin electricidad; ya más de una hora. Se apagará la computadora. Deberé esperar para volver a este escritorio. ¿Cómo estarán en Venezuela? Inevitable no preguntármelo día a día. Me levanto. Espero la luz.
     Otra vez en esta silla. Reabro mi cuaderno. Releo lo plasmado anoche. El día que esta tierra sea testigo de mi adiós… Antes de regresar a Margarita, quisiera pasar unas semanas en Caracas. La última vez que estuve en la capital, en noviembre de 2017, mi papá, mi tío Abdul Raúf y yo caminos toda Sabana Grande. Era otra. Nada similar a la de mi niñez y adolescencia. Basura por doquier, numerosas caras desconsoladas, hambre, mucha hambre.
     Desde niña, ir a Caracas siempre fue una alegría; mi papá llegó a ésta –con sus hermanos y mis abuelitos– cuando tenía diez años de edad. Solo, por sus tranquilas calles de los sesenta (la nostalgia se apodera ante esta afirmación, por lo inseguras que son actualmente), vendía maní, platanitos, ropa. “Por aquí tenía una clienta española, me quería mucho; su hija era mi novia”, desde siempre, cada vez que pasamos por El Paraíso (donde aún, en el restaurante “Taxco” –en honor a esta bella ciudad ubicada en el Estado de Guerrero, México, conocida y admirada por el dueño del local–, ofrecen nuestra hamburguesa favorita, la primera que en su vida comió mi papá), nos dice esto con la picardía suficiente para hacernos sonreír, sobre todo a mi mamá.

“…en Caracas todo lo bueno y maravilloso es imposible cambiarlo: 
¿Cómo modificar esta altitud, esta disposición de las montañas, la ruta de las brisas, los cielos despejados, la cercanía del Caribe?”.
Federico Vegas.


Al leer “Contigo en la distancia”, de Eduardo Liendo, mucho sentí que mi papá era quien narraba su aventura en el Circunvalación Nº 13, más cuando el niño Elmer (protagonista de esta historia) se encuentra con Cantinflas, el actor preferido de mi padre:
     “¿Qué tal, señor Cantinflas, cómo le ha ido? La verdad verdadita, ni me quejo ni dejo de quejarme, es cuestión de estilo y el estilo es como quien dice lo que sin él no se tiene nada, y el que nada no se ahoga y el que no se ahoga flota como dijo el gran campeón olímpico Nadaximandro, el nadador. Pero yo tenía entendido que usted estaba... No me diga esa palabrita, Elmercito, porque no le tengo ninguna simpatía, que es como quien dice que consta que me profundizaron en el subsuelo (…) Dicen que me he ido, pero no les crean. Entonces usted no está Ya le dije que no me gusta la palabrita esa, Elmercito, y mucho menos la de occiso que parece que uno es un trasto oxidado, no señor, digamos que uno disfruta de una cierta invisibilidad temporal, que en mi caso es hasta indiscreta, porque cualquiera que enciende el televisor de pronto puede encontrarse con el peladito, o sea el doble de este servidor, en Si yo fuera diputado, El siete machos, El barrendero…” (páginas 68-70). 
     Esta novela, además de acercarnos a esta Caracas imposible de cambiar, nos conduce a cuestionarnos sobre nuestro futuro incierto, en qué tanto nos vamos al irnos de este espacio físico; el niño Elmer (fácil podemos imaginar que es el mismo Liendo recordando sus pasos en ella, su hogar) y Sócrates Pérez (el chófer, su otro yo, el Liendo pensante) nos envuelven en su viaje hasta “el fin del final” (expresión que se repite a lo largo de la narración), donde, entre muchos otros, también se encuentra con Walt Whitman, José Gregorio Hernández, Franz Kafka, Tarzán de los monos, Marilyn Monroe, Agustín Lara, Pablo Neruda y Alfredo Sadel:
     "La melancólica hermosura de la Calle de la Nostalgia continúa extendiéndose al paso del tren con sus paisajes enigmáticos preñados de sorpresas (…) escucho un agite (…) se trata de un caballero muy popular (…) se trata del famoso cantante Alfredo Sadel (…) tiene el cabello platinado, su dentadura es perfecta y se muestra simpático y seductor, escucho cuando la muchacha (…) dice sin rubor ¡Él es divino! (…) ¡Que cante! (…) Los voy a complacer con (…) 'Contigo en la distancia', del inspirado cantautor César Portillo de la Luz, que empezando por su propio nombre nos ilumina a todos, y mi interpretación voy a dedicarla muy especialmente al pasajero Elmer, que abordó esta mañana por mera curiosidad el Circunvalación N° 13 (…) Se escuchan algunos aplausos y yo me siento realmente abrumado por la gentil dedicatoria del admirado tenor (…) No existe un momento del día en que pueda apartarme de ti (…) El mundo parece distinto cuando no estás junto a mí (…) Es que te has convertido en parte de mi alma (…) Ya nada me conforma si no estás tú también" (páginas 215-217).

“El cine me libera de la cárcel de la realidad”.
Eduardo Liendo.


Cine de Miraflores, cine El Prado, cine Lincoln, cine Junín, cine Metropolitano. Al releer estos nombres (páginas 57- 63) siento curiosidad por saber cuál solía frecuentar mi papá. “Cine Principal. Plaza Bolívar. San Jacinto”. “Ah, sí, donde yo le daba comida a las palomas, tengo una foto dándoles maíz”. De esta plaza no sé más. Esta confesión me lastima… “el dolor no lleva máscaras”… Me apena reconocer que la poca memoria es gracias a una fotografía (¿en cuál de los infinitos álbumes que quedaron en la isla estará?, ¿será que desde hoy mi conmoción por esta imagen me acompañará hasta “el fin del final”?, ¿qué será de ella cuando llegue mi fin del final?): erguida, con un conjunto (franela y licra rosadas con rayas blancas) de algodón que ya no usan las niñas, contenta con mis manos abiertas para alimentar...

Cárcel, sin titubeo: el casi inexistente recuerdo de una realidad feliz.

     El día que esta tierra sea testigo de mi adiós… Antes de regresar a Margarita, quisiera pasar unas semanas en Caracas.


Ghaza, El Valle del Bekaa (Líbano), 10 de agosto de 2019.




sábado, 3 de agosto de 2019

“Picon"


A la memoria de mi sittó (abuelita) Foadi Mardini Ghazaoui.

“De un gato se recibe lo que uno le ha dado -mejor dicho, lo devuelve cien veces-, en lo que se refiere a atención y observación, sobre todo observación, de manera que es fácil saber lo que piensa y siente. Son cosas que se le escapan a la gente que cree que todos los gatos son iguales, que son ‘independientes’, que ‘no les importa la gente’ y que ‘solo se interesan por la persona porque les da de comer’.

Muchas veces presenciamos un triste espectáculo: un gato inteligente en un casa de ignorantes tratando de convencer a aquellas moles insensibles que tienen ante sí a un ser encantador dispuesto a ser un buen amigo, pero le desairan una y otra vez y le echan bruscamente del regazo o incluso le pegan, y él se aleja resentido, pero paciente, cautivo de la estupidez” (Doris Lessing, en “Un paseo por la sombra”, página 245).

     Llegar a casa de mi abuelita (“sittó”, en árabe) Foadi: el portón azul –siempre abierto– avisaba que ella estaría friendo papas, berenjenas y calabacines, preparando pan (en el “saj”, un disco convexo de hierro), atenta a la telenovela –a todo volumen– mexicana doblada al árabe (inolvidable el “¡Pa’ su mecha!”, intacto, del perrito de Marimar) o comiendo al frente de su jardín, seguramente alternando cada bocado con sus queridos gatos. 
     Gracias a sittó Foadi, mi abuelita materna, aprendí a amar a estos increíbles animales. Con los años comprendí que ella cocinaba en abundancia (estando sola –era viuda: mi “yiddó”, abuelito, Adi falleció trabajando en el campo, por una bala perdida, cuando mi mamá casi cumplía dieciocho años– o acompañada) con el fin de que le sobrara lo suficiente para alimentar a sus inseparables compañeros.  
    A veces se quejaba porque la gata –alistándose para su próxima cría– se metía en su cuarto, desarreglaba el clóset buscando el centímetro ideal para sus pequeños, sin embargo, más que lamentar el desorden, estaba pendiente de ellos, de que estuvieran bien, de que no les faltara nada. 
     El segundo verano que estuve aquí, en Líbano, yo aún no tenía once años. Una de sus tardes-noches, al frente de la casa de sittó, vi a uno de sus gatitos: qué haces aquí, te pueden atropellar, no seas tremendo, ven, entra. En ese minuto pasó un vecino, de mi edad, estallando en carcajada y más: ¡estás loca, le hablas a los gatos! Me quedé sin palabras, no por timidez, sino porque en ese segundo recién me había detenido a pensar en que no todas las personas se comunicaban con ellos; ¡pero si entienden todo!, me quedé con bastantes ganas de responderle al simpático y nada metiche niño.
     Aún río: liberándome de las cholas, entraba a la cocina, poco a poco abría la nevera, tomaba el paquete de queso “Picon”, y me dirigía, contenta, con una de sus porciones, al jardín, igual, descalza, paso a paso, sin hacer ruido, apenas escuchándose la envoltura –mientras se la quitaba– del manjar.
     ¡Compro y compro picón y rápido se acaba! ¡Quién lo estará comiendo! Cada vez que sittó, entre sus interminables monólogos, mencionaba esto, me vencía el remordimiento que pronto desaparecía, ya que en breve la veía echándoles la mejor comida, la de su mismo plato: sittó los ama, si le digo que soy quien se adueña del picón, no creo que se enoje conmigo.
     En Margarita, de niña y adolescente, más de una vez quise tener un gato: en el primer año de primaria, en un paseo a Playa Bella Vista, no me despegué de uno, sin embargo, mi mamá no me permitió llevármelo porque “vivimos en departamento”. Rememoro el nombre del amable compañerito –nunca más supe de él– de clases que lo adoptó, aliviando mi tristeza: Miguel Ángel. “Lo cuidaré, Dalal”. Lo escucho como si hubiera sido ayer. 
     Ya adulta, dejándome llevar por comentarios sinsentido sobre los gatos, poco intenté darles hogar, hasta que María Luisa, mi amiga desde la infancia, al notar mi titubeo segundos antes de decidirme, me afirmó: hazlo, son bellos. De todos los que he tenido, con frecuencia, sin exagerar, sueño con Manchita; era más que especial, muy dependiente (no se me despegaba), me hacía reír como ningún otro, y a la vez era el más nostálgico: concentrándose en mi mirada, me hablaba con la suya y, al igual que Chiquita hermosa, la primera, la consentida (que hoy está feliz, en Tacarigua; mil gracias, querida Elimar), lamía mis lágrimas. Donde estés, Manchita, muchas gracias. Creo que jamás podremos compensarles a los animales tanta entrega, tanto amor.
     Los gatos fueron la vida de sittó y para los gatos sittó fue su vida: cuando murió, cada vecino fue testigo de que, más de una vez, visitaron su tumba… esto siempre me hace llorar. Al pasar por el cementerio (ubicado a poca distancia de su casa) revivo el día en que, entre que le confesaba o no mi gran travesura, me agarró, como dicen, con las manos en la masa: ajá, te vi, sabía que eras tú, pensaste que no me daría cuenta, ¡y escoges el queso más caro!, ¡dime qué voy a hacer contigo! El corazón se me iba a salir. Deseé desaparecer. Y no supe cómo, en qué segundo, ella fue quien se esfumó, lo que entendí como “no te preocupes, ve a dárselos, y otra vez sabré que se lo comieron porque sobre el cemento –que no se cansarán de lamer– veré la huella, la forma triangular del queso”. Haciéndole caso a su voz en mi imaginación, fui y, para mi asombro, a un lado de donde les dejé el picón, encontré la misma huella: esta vez sittó se me había adelantado.


Ghaza, El Valle del Bekaa (Líbano), 2 de agosto de 2019.




El Mundo desde Colima (México): 


En esta foto, además de mi abuelita, mi tía y mi mamá, aparecen mi tío abuelo (hermano de mi abuelito materno) y su esposa. En esta casa de mis abuelitos maternos, ubicada en Ghaza (El Valle del Bekaa, Líbano), jugué mucho en mi infancia.


Mi abuelita y su hija, mi tía, la hermana menor de mi mamá.



Sol de Margarita (Venezuela):


El Comentario Semanal (México):
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