martes, 16 de marzo de 2021

Defensa de la inteligencia

No es posible leer una obra de Albert Camus sin transcribir algo de ella. En “Crónicas (1944-1953)” aparece “Defensa de la inteligencia”, “alocución pronunciada durante la reunión organizada por la Amitié Française en la sala de la Mutualité, el 15 de marzo de 1945”, tan brillante, actual, para siempre tenerla cerca y releerla. Que la disfruten:

               Si la amistad francesa, de la que aquí se trata, no fuera sino un simple desahogo sentimental entre personas simpáticas, yo no daría mucho por ella. Sería lo más fácil, pero sería también lo menos útil. Y supongo que los hombres que han tomado esta iniciativa quisieron otra cosa, una amistad más difícil que fuera una construcción. Para que no sintamos la tentación de ceder a la facilidad y contentarnos con mutuas congratulaciones, yo quisiera simplemente, en los diez minutos que me han concedido, mostrar las dificultades de la empresa. Desde este punto de vista, no podría hacerlo mejor que hablando de lo que siempre se opone a la amistad, quiero decir la mentira y el odio.

               No haremos nada, en efecto, por la amistad francesa si no nos liberamos de la mentira y el odio. La verdad es que, en cierto sentido, no nos hemos liberado de ellos. Nos los vienen enseñando desde hace mucho tiempo. Y quizás la última y más duradera victoria del hitlerismo esté en esas señales vergonzosas dejadas en el corazón de los hombres que lo combatieron con todas sus fuerzas. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Hace años que el mundo está entregado a un desencadenamiento de odio que jamás tuvo igual. Durante cuatro años, en nuestra tierra, asistimos al ejercicio razonado de ese odio. Hombres como vosotros y como yo, que por la mañana acariciaban a los niños en el metro, se transformaban por la noche en meticulosos verdugos. Se convertían en funcionarios del odio y la tortura. Durante cuatro años, esos funcionarios sacaron adelante su administración: en ella se fabricaban pueblos de huérfanos y se disparaba contra los hombres en plena cara para que no fueron reconocidos, se metían a taconazos los cadáveres de los niños en ataúdes demasiado pequeños para ellos, se torturaba al hermano delante de la hermana, se formaban cobardes y se destruían las almas más altivas. Parece que a esas historias no se les da mucho crédito en el extranjero. Pero durante cuatro años nuestra carne y nuestra angustia hubieron de darles crédito. Durante cuatro años, todas las mañanas, cada francés recibía su ración de odio y su bofetada. Era en el momento de abrir el periódico. Forzosamente, algo ha quedado de todo esto.

               Nos ha quedado el odio. Nos ha quedado ese impulso que el otro día, en Dijon, lanzaba a un muchacho de catorce años sobre un colaboracionista linchado para reventarle la cara. Nos ha quedado ese furor que nos quema el alma al recordar ciertas imágenes y ciertos rostros. Al odio de los verdugos ha respondido el odio de las víctimas. Y una vez que partieron los verdugos, los franceses se quedaron con su odio, en parte sin destino. Todavía se miran con un resto de cólera. 

               Pues bien, debemos ante todo vencer eso. Hay que sanar esos corazones envenenados. Y mañana, la victoria más difícil que hemos de lograr sobre el enemigo habrá de ser sobre nosotros mismos, con un esfuerzo superior que transforme nuestro apetito de odio en deseo de justicia. No ceder al odio, no conceder nada a la violencia, no admitir que nuestras pasiones nos cieguen, eso es lo que podemos hacer aún por la amistad y contra el hitlerismo. Todavía hoy ciertos periódicos se dejan arrastrar a la violencia y al insulto. De ese modo seguimos cediendo ante el enemigo. Se trata, por el contrario y a nuestro parecer, de no permitir nunca que la crítica se convierta en insulto, se trata de admitir que nuestro oponente puede tener razón y que en cualquier caso sus razones, aunque malas, pueden ser desinteresadas. Se trata, en fin, de rehacer nuestra mentalidad política.

               ¿Qué significa eso, si reflexionamos sobre ello? Significa que debemos preservar la inteligencia. Pues estoy persuadido de que ahí está el problema. Hace unos años, cuando los nazis acababan de tomar el poder, Goering daba una idea cabal de su filosofía al declarar: “Cuando me hablan de inteligencia, saco la pistola”. Y esa filosofía no se limitaba a Alemania. Por esa misma época, y en toda la Europa civilizada, se denunciaban los excesos de la inteligencia y las taras del intelectual. Los propios intelectuales, con una interesante reacción, no eran los últimos en participar en ese proceso. Dondequiera triunfaban las filosofías del instinto y, con ellas, ese romanticismo de mala ley que prefiere sentir a comprender, como si ambas cosas pudieran separarse. Desde entonces la inteligencia no ha parado de ser puesta en tela de juicio. Llegó la guerra, después la derrota. Vichy nos informó de que la gran responsable era la inteligencia. Los campesinos habían leído demasiado a Proust. Y todo el mundo sabe que Paris-Soir, Fernandel y los banquetes de las peñas de amigos eran signos de inteligencia. Al parecer la mediocridad de las elites, por la que Francia moría, tenía su fuente en los libros.

               Todavía hoy se maltrata la inteligencia. Esto prueba sólo que el enemigo aún no está vencido. Basta con que hagáis el esfuerzo de entender algo sin ideas preconcebidas, basta con que habléis de objetividad, para que os acusen de sutiles y se enjuicien todas vuestras pretensiones. Pues bien, ¡no! Eso es lo que hay que reformar. Porque yo conozco como todo el mundo los excesos de la inteligencia y sé como todo el mundo que el intelectual es un animal peligroso, proclive a la traición. Pero se trata de una inteligencia que no es la buena. Nosotros hablamos de la que se basa en el valor, de la que durante cuatro años pagó el precio ineludible para tener derecho a ser respetada. Cuando esa inteligencia se apaga, llega la noche de las dictaduras. Por eso tenemos que mantenerla con todos sus deberes y derechos. A ese precio, sólo a ese precio, la amistad francesa tendrá un sentido. Porque la amistad es la ciencia de los hombres libres. Y no hay libertad sin inteligencia y sin comprensión recíprocas.

               Para terminar, me dirigiré a vosotros, los estudiantes. No soy de los que os predicarán la virtud. Muchos franceses la confunden con debilidad. Si tuviera algún derecho a ello, más bien os predicaría las pasiones. Pero quisiera que, al menos en torno a uno o dos puntos, quienes serán los intelectuales franceses de mañana estén resueltos a no ceder jamás. Quisiera que no cedan cuando les digan que la inteligencia está siempre de más, cuando quieran demostrarles que está permitido mentir para tener éxito. Quisiera que no cedan ni a la astucia, ni a la violencia, ni a la abulia. Acaso entonces sea posible una amistad francesa que no se reduzca a charlatanería vana. Acaso entonces, en una nación libre y apasionada por la verdad, el hombre vuelva a sentir ese amor al hombre sin el cual el mundo sería sólo una inmensa soledad.



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