sábado, 2 de abril de 2016

Nunca dejemos de ser niños*

Lo leí y se me puso la piel de gallina. Quiero pensar que me sucedió porque, aunque ya cumplí treinta años, aún tengo mucho de niña, lo que no quisiera perder jamás.
Lo releí y se me volvió a enchinar la piel. Se trata de algo que vivió una amiga de Marie L. Shedlock, y que esta última narra en su libro "El arte de contar cuentos"; una historia que, me atrevo a afirmar, vale la pena que conozcamos todos los que amamos la inocencia de los niños y todos los que anhelamos -sin importar nuestra edad- conservar lo que nos queda de ella; un texto que más me hace querer (y a realmente desde ya hacer lo necesario para conseguirlo) desconectarme de la mayoría de las noticias del día a día, ésas que nos entristecen, que nos deprimen, que contaminan nuestro pensar, separándonos de la otra parte de este mundo que, por momentos, llega a parecernos que no está, pero que sin duda también nos acompaña; de esa otra parte que tanto está que hasta brilla, y brilla tanto que nos alegra, que nos alienta, que rejuvenece nuestras mentes (y es aquí, entre todo este brillo, donde se encuentra la inocencia y qué mejor manera de retenerla que por medio de la literatura y su magia).
Una vez, no recuerdo dónde, leí que si la belleza -al igual que el amor- pudiera definirse, perdería lo bello, dejaría de ser, por lo que, sin decir más, en esta ocasión me despediré compartiendo con ustedes el texto que les he mencionado, deseando que nunca dejemos de ser niños, logrando así que hasta la piel se emocione:
"La señora Glover fue a un barrio muy pobre a visitar a una mujer enferma y, sentados en la puerta de la casa se encontró a dos niños pequeños que tenían algo fuertemente cogido entre sus manos y que contemplaban, expectantes, el final de la calle. Ella deseaba saber qué estaban haciendo, pero al no tratarse de una de esas personas poco imaginativas e insensibles que entran a saco en los misterios que los niños se traen entre manos, pasó por su lado en silencio. Sólo cuando, media hora después, los volvió a encontrar en la misma postura e igual de callados insinuó cautelosamente: 'Me pregunto si me vais a contar lo que estáis haciendo'. Tras dudar brevemente, uno de ellos respondió con voz tímida: 'Estamos esperando los carros'.
Una vez a la semana, pasaba por la calle un carro repleto de verduras y flores que se dirigía a un barrio más próspero y, en los días de suerte, caía una flor, una espiga e incluso una raíz en la parte trasera del carro; y los pequeños estaban esperándolo, con las manitas llenas de tierra, dispuestos a plantar cualquier cosa que cayera de él en su jardín secreto de conchas de ostras".
*Escrito en enero de 2014.

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