-Ponte otra camisa, Ibrahim.
-No te preocupes, habibi, hoy no me pasará nada.
-¡Cámbiatela, por el amor de Alá!
-Hoy todo irá
bien, lo presiento.
Lo que me ha
sucedido ha sido por pura casualidad. Bueno, para no verme tan positivo, por
qué no decirlo: pues sí, digamos que no he tenido muy buena suerte. Pero hoy todo
saldrá de maravilla porque, para empezar, no me detendré en Jib Janin, por mi
cóctel de frutas favorito, sino que seguiré mi camino hasta llegar a casa de
mis suegros, en Baaloul, donde, para prevenir, no aceptaré ni una taza de café.
Confieso que he
pasado noches casi sin dormir, preguntándome qué tendrá esta camisa, si se
tratará de algo más que mala suerte. Tan bonita que es y lo elegante que me veo
con ella. La compré el año pasado, justo en estas fechas de Ramadán. Yo estaba
en Zahle, la vi exhibida, me la probé y, sin importarme su elevadísimo costo,
la pagué, ¡y ni pedí descuento!
Al día
siguiente, la estrené. Yo estaba feliz cuando empecé a saborear la cena, pero me
distraje hablando con una de mis nietas, y el plato de hojas de uva, tabule y
kibbe, que recién me habían servido, se me vino encima. A la semana, cuando
volví a ponérmela, ya no me cayó la comida, sino el jugo que acepté en casa de
mi primo. Luego fue el manaísh, durante el desayuno con los socios. Más
adelante, el knafe dominical, en el SeaSweet, y bueno, digamos que la lista
sigue, y es larga.
-¡Ahla
u sahla! –muy alegre, me recibe mi suegra, quien en breve lamenta el problema
con la tubería, que le ha causado un gran charco en todo el frente de su casa,
aunque su risueño semblante regresa al yo entregarle las hojas secas de mlukhiyi
que le mandó mi esposa, para la cena de este viernes.
-¡Itfaddal
al ahwe! –me invita mi suegro, también muy contento, sin embargo, con mucha
pena rechazo su rico café, con la excusa de que debo volver al trabajo, prometiéndole
que el viernes, sin falta, sí se lo aceptaré.
Veo
mi camisa limpia y cruzo la calle con el mismo gozo que siento al salir
temprano de la oficina. A menos de cinco metros para llegar a mi vehículo, pasa
una camioneta que transporta a mi pecho el agua estancada de la que acababa de
quejarse mi suegra. Ya en Ghaza, entrando a casa, me libero de mi camisa aún
húmeda y, mientras -¡con la ayuda de una gran tijera!- voy dejándola en
pedazos, experimento el mismo gozo que siento al no ir a la oficina, mezclado
con el gran placer que hace media hora viví, en Jib Janin, al disfrutar mi cóctel
de frutas favorito.
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http://elmundodesdecolima.mx/index.php/editorial/dalai-el-laden/item/16008-vereda-anonima
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