Llegamos una noche fresca
de abril. Nos dijeron que había llovido fuerte. Ya en la habitación del hotel,
alistándonos rápidamente, mi hermana y yo nos dirigimos al zócalo de la ciudad.
Un sinfín de melodías animaba a los comensales quienes, sentados en los
portales, saciaban su hambre con unos chapulines bañados de limón que, siendo
sincera, me causaron un ligero escalofrío tras aterrizar en mi boca. Entre
moles, tlayudas, tamales y chocolates, mi emoción se acrecentaba cada minuto
más y más. Estaba en Oaxaca.
Los sitios arqueológicos robaron nuestra atención, pero
aún más la nobleza y la hospitalidad de los oaxaqueños. No dejábamos de
asombrarnos ante tanta amabilidad.
Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que eran dos
Oaxaca. Una, la del ambiente turístico-festín que habíamos presenciado horas
antes y otra, muy diferente, la de los pueblos áridos y desconsolados que
albergan a quien realmente es su gente.
Fue
precisamente su gente la que nos mostró cómo obtienen el mezcal, el método de
fabricación de sus hermosos y valiosos tapetes y rebozos, y la que nos abrió
las puertas de sus talleres de finas artesanías.
Conocimos
a don Valente Nieto Real. Sus manos manchadas, su imagen sumisa, sus ojos
despiertos, su boca risueña, avivaron mis latidos. Una tonada oaxaqueña, de
entre los aires, había aterrizado sobre una partitura amarrada a una pared: “Barro de fe, barro de amor vibrando santa
melancolía, símbolo fiel del dolor que canta en la raza mía... Cántaro fiel,
timbre racial del zapoteca bronceado y fuerte, ya lleves agua o mezcal le
sirves hasta la muerte”.
Don
Valente nos habló de los inicios de su taller, de su madre, doña Rosa Real,
quien fue la que accidentalmente descubrió que tallando el barro negro -ya
trabajado y seco, con un cuarzo- éste obtenía el brillo que hoy le caracteriza,
logrando con esta revelación que su empresa creciera y obtuviera la fama y el
éxito con los que cuenta.
Lamentablemente,
los que no tienen sus propias empresas, en un principio buscaron una esperanza
en el campo, sin embargo, al no contar con el suficiente apoyo para trabajarlo
y poder así vivir dignamente de él, han decidido salir a la ciudad -a esas
calles donde pareciera que todo fuera color de rosa- a comerciar sus tan bien
hechos trabajos textiles y artesanales. Esas mujeres de mirada agachada, de
cuerpos escondidos bajo sus coloridos rebozos, mientras lloran por unos pesos y
malbaratan sus trabajos, duelen. Oaxaca, la Oaxaca verdadera, duele. Duele en
el alma saber que hay tanto, que hay para todos, pero que son pocos los que
tienen.
Aunque
los poderosos no dicen nada, aunque el pueblo -por no tener otra salida- calla,
el talento de los oaxaqueños no es un secreto para ellos ni para nadie. Era
para que ese pueblo tan rico -en historia, cultura, arte y territorio- y noble
viviera otra realidad. Salí de esas tierras con alegría aunada a tristeza e
impotencia. Inocentemente me creí consolada al imaginarme algún día no muy
lejano de regreso y al repetir en mi mente una frase que, si bien sabía que no
estaba en zapoteco ni en mixteco, sino en náhuatl, sentí tan dentro de mí:
Oaxaca, nimitztlazotla ica nochi noyollo (Oaxaca, yo te amo con todo mi
corazón).
Comala,
Col., 4 de junio de 2010.
*”Nimitztlazotla, Oaxaca”, del
libro Hasta donde me permita la vida,
de Dalal El Laden.
https://www.facebook.com/El-Comentario-Semanal-276459259046405/
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http://elmundodesdecolima.mx/index.php/editorial/dalai-el-laden/item/23493-vereda-anonima
Con don Valente Nieto Real.
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