miércoles, 18 de mayo de 2016

Bekaa: más de un valle



 Ghaza, El Valle del Bekaa, 14 de mayo de 2016.

Son las cuatro. El muecín está llamando a la oración. ¡Allahu ákbar! Me saluda mi piel de gallina. Le agradezco a la brisa el aroma de las rosas frente a esta ventana que -a pesar de tanta frescura- no he querido cerrar. Pronto amanecerá.
            Son las nueve. Veo el reloj: sí, aquí son siete horas más que allá. Sonrío: me consuela pensar que quizás dormí cuatro horas o un poco más. Vuelvo al reloj; sus agujas vuelan a mis párpados; sobre ellos, ellas exprimen mis ojos y, con el sabor -de estos últimos- aterrizado en mi boca, regreso a mi hogar: Margarita.
            No me muevo. Un pajarito llega a esta ventana aún sin cerrar. Me ve. Canta. Sigo a dos pasos de mi ventana. Canta. Me ve. Lloro no tener el celular a la mano, para tomarle una foto. Me parece que el pajarito -libre, siempre libre, alérgico al mencionado aparato- lee mi mente, ya que desaparece en cuanto me termino de lamentar.
            Faltan cinco para las doce. En el carro, con mis papás, salimos de Ghaza rumbo a Jdita. En menos de dos minutos de camino, me llega el canto del mismo pajarito, sin embargo, ahora que no lo veo, en su lugar escucho un canto más largo, esta vez acompañado de una petición: prepara la cámara en el celular.
            -Son sirios -me dice mi baba.
            -Todos son sirios -me dice mi mama.
            Quiero ver, pero mis ojos vuelven al reloj: "Hay más de veinte mil sirios en Ghaza y otros veinte mil a su alrededor". "Si vas al mercado, debes llegar muy temprano, antes de que lleguen los sirios". "Hay muchos sirios". "La ONU le manda ayuda a los sirios". "No hay suficientes escuelas para todos los niños sirios". "No sé cómo los sirios resisten el invierno". "Los sirios son desordenados". "Los sirios nos quitan nuestros trabajos".
            En cada segundo, la aguja -que ahora también apuñala- regresa cada frase que he escuchado desde mi llegada a este valle que -debido a tanto dolor, a las tantas lágrimas de los refugiados sirios- se ha convertido en dos.
            Preparo la cámara. Detallo el paisaje. De la pelota en sus manos, un niño sirio toma lo que en ella alguna vez fue azul, intentando sonreírle a mi flash escondido.
          -Yo era niña, tenía unos diez años cuando tu "sittó" me llevaba a Jdita, al mismo local al que llegaremos en breve -me dice mi mama, nostálgica, al recordar a su mama, es decir, a mi abuelita, a mi "sittó" (en árabe).
            -Mi padre creó esta empresa en 1945 -el dueño, orgulloso y entre serio y risueño, nos responde tras escuchar el pedido de mi mama: hojas de mlukhiyi, aceitunas verdes y negras, piñones, siete especias y harina Pan... sí, harina Pan. Al yo ver las bolsas de nuestra harina, hoy casi inexistente en nuestra querida Venezuela, me es imposible no tomarme una foto con ella, y para la que no sé de dónde logro sacar una sonrisa.
             Es casi la una. Me detengo en el nombre del local:
            -"Alnajar" significa carpintero -me enseña mi baba y vuelve el canto del pajarito, ahora mezclado con el de tres canarios enjaulados en este local.
            Son las dos y cuarenta. De regreso a Ghaza, la bolsa de pastillitas de agua de rosas (que, por su compra, a baba le regalaron en Alnajar), parece aliviar un poco mi tristeza por la realidad de mi país que en este segundo resumo en una harina Pan, en Líbano.
            Sin cerrar los ojos, seco mi frente y le digo al verano que entiendo el porqué de su adelanto; necesito aire: ahora sí junto mis pestañas; me veo volando con el pajarito de esta mañana, liberando los canarios.
            Son las tres y cuarenta. Entrando a Ghaza, en medio de la calle adornada de carros amantes de la máxima velocidad, una niña -de no más de dos años- camina, con el pañal caído, pegado a sus tobillos, asesinando todo canto.
            Mi mama baja del vehículo, toma la mano de la pequeña, y un vecino nos grita que la niña salió de aquella casa.
            -¡Estos sirios! -exclama el mismo hombre mientras vuelvo al reloj y sus agujas retoman su marcha sobre mis párpados y el sabor de mi hogar regresa a mi boca.
            Son casi las cuatro. Al yo ver a mi mama dejar a la niña en esta casa que alguna vez fue blanca, me parece que llega un virus de humanidad: llega el pajarito, llegan los otros pajaritos, todos pronunciando "Somos hermanos, abajo la división, vivamos en unión"; llega el muecín... ¡Allahu ákbar! Seco mis mejillas, respiro, hay luz.

 http://www.elsoldemargarita.com.ve/posts/post/id:168786

 http://www.elmundodesdecolima.mx/index.php/editorial/dalai-el-laden/item/16345-vereda-anonima


No hay comentarios:

Publicar un comentario