“No
va a pasar ningún autobús”, “hay paro de transporte”, “no hay repuestos”, “tanto
los autobuseros como los taxistas están cansados”, “esto ya no se aguanta”, “no
hay nada”, “no están dejando que la gente trabaje”, “y ahora cómo le hacemos
para llegar”, “ya pasó mucho tiempo y no pasa ni uno”, “ya ni podremos llegar a
tiempo con el doctor”, susurran la abuelita y su nieto adolescente.
http://www.elmundodesdecolima.mx/index.php/editorial/dalai-el-laden/item/12561-vereda-anonima
http://www.elsoldemargarita.com.ve/posts/post/id:157080
Me subo al
autobús. Son casi las nueve de la mañana. “Ya es bien tarde”, repite el sudor
sobre mi frente. Hoy amanecí con malestar general y el tiempo que estuve en la
parada me ha puesto peor. Respiro profundamente cuando veo que hay un asiento para
mí. Sólo tengo fuerza para pedirle a Dios que no me enferme. “Ya no se consigue
el multivitamínico que yo tomaba, esa empresa también se fue del país. Lo bueno
es que hallé vitamina B y C, y a ver cuándo encuentro las demás que necesito”,
le escribo, por WhatsApp, a mi amiga de toda la vida, a quien extraño mucho
porque hace cinco meses se mudó a Panamá. “Dios, ayúdame, no tenemos
medicamentos, no me puedo enfermar, lléname de salud”, repite el sudor que ya cae
sobre mis hombros.
Por estar mandando mensajes en el
autobús, con estos frenazos y con este calor que no es normal, me mareo un
poco. El chofer vuelve a detenerse y a mi lado se sienta una casi niña convertida
en mamá, con su hijita de unos tres años. Ahora todo mi malestar se concentra
sobre mi frente, específicamente sobre mis cejas, como apuñalándolas, lo que
casi no me permite abrir los ojos, sin embargo, por segundos, siento que todo mi
dolor se esfuma cuando mi vista se hunde en el helado que la niña lleva, con un
cuidado que me sorprende, en sus manos. Recapacito en que tenía como un año sin
ver esta rica barquillita de mantecado cubierto de chocolate y nuez. Como a
todo al que veo con leche, harina, mayonesa, papel higiénico, margarina,
toallas sanitarias, desodorante, jabón, afeitadoras, champú, caraotas,
lentejas, garbanzos, salsa de tomate, pasta y arroz, le pregunto dónde encontró
el producto, estoy a punto de preguntarle a la mamá dónde consiguió esta
deliciosa barquillita, pero en este mismo instante, así de repente, la niña, como
sospechando sobre mi gran antojo, me ve, ve su helado, lo protege aún más, se
lo acerca más y más a la boca y, sonriendo con un ligero aire de malicia, sin
dejar de verme, grita “¡mío, helado, mío, mío!”.
“Quién sabe a qué hora llegaremos a
la cita con el doctor”, “lo que estamos viviendo en este país parece una
pesadilla”, “la verdad es que esto no puede seguir así”, la abuelita y su nieto
adolescente siguen susurrando, mientras que a mí me envuelve el deseo de
quejarme con el autobusero; de reclamarle por haber permitido que la niña
entrara con un helado que amenaza con ensuciar mi recién lavado y planchado
pantalón, pero llego a mi destino, me bajo y siento que este calor, que no es
normal, terminará desmayándome. Recuerdo la exquisita barquillita y esto calma
la puñalada sobre mis cejas. Entro a la panadería, pido agua potable y me dicen
que sólo hay té con limón. Tomando el té, camino hacia la oficina y, para no
sacar el celular en la calle, espero hasta llegar a ésta para escuchar el
mensaje de voz que mi amiga me ha enviado, también por WhatsApp. El cliente me
espera en la puerta, me sonríe, le sonrío. Reconozco a la abuelita y a su nieto;
caminando con mucha prisa, ella casi me roza el brazo, pero ninguno me ve;
alcanzo a escuchar lo que continúan susurrando. El cliente y yo seguimos en la
puerta. Él ahora sonríe al observar mis manos: una de ellas con un ya caliente té
con limón. Le digo que no encuentro la llave de la oficina y le sonrío y me
habla y creo escucharlo, sin embargo, el sudor, que sigue cayendo sobre mis
hombros, ahora sólo repite la pregunta de ayer, que es la misma pregunta de hoy,
de mi amiga de toda la vida, al mismo tiempo que sigo buscando la llave.
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