sábado, 21 de diciembre de 2019

“Mkássar"

“…nuestra apariencia, las cosas por las que se nos conoce, son simples chiquilladas. Por debajo, todo está oscuro, todo se extiende, todo es insondablemente profundo; pero de cuando en cuando salimos a la superficie y por eso se nos conoce (…) El núcleo de oscuridad podía ir a cualquier sitio, porque nadie lo veía. Nadie podía detenerlo (…) Allí estaba la libertad, allí estaba la paz, allí estaba –bien más precioso que ningún otro– la posibilidad de recogerse, de descansar sobre una plataforma de estabilidad (…) nunca se encontraba en descanso en tanto que uno mismo (…) Resultaba curioso (…) cómo, cuando alguien estaba solo, se apoyaba en las cosas, en las cosas inanimadas; árboles, ríos, flores; sentía que daban expresión a su propio ser, que se convertían en él, que lo conocían; que, en cierta manera, eran él, y sentía de ese modo la misma ternura irracional por las cosas (…) que por uno mismo”.
Virginia Woolf, en “Al faro”, páginas 76-77.

Hace diecisiete días me operaron de los juanetes, herencia de mi abuelo paterno, traviesos huesitos tan deseosos de recordarnos con cada dolor que estamos vivos. Hoy camino lento, con extremo cuidado, gracias a unos zapatos especiales que no me dejarán hasta que la hinchazón se decida por el anhelado adiós.
     Estas semanas, más que escribir, he leído y, más que leer, he visto, desde mi ventana, la lluvia, los pinos alborotados, el regalo del sol sobre mi cara. Noticias, las de mi tierra muy similares a las de aquí: devaluación, corrupción, hambre, escasez, poco o cero trabajo, cauchos quemados, manifestación, sangre, calles cerradas, lágrimas, un pueblo noble-humillado-muy cansado, unos cuantos desde sus sillas cada vez más en contra de soltarlas, desquiciados cada vez más por más poder.
     Yo quisiera llegar a entender más este país; al venir creía que mi árabe (realmente es libanés, uno de los dialectos de este idioma) era bueno, sin embargo, al trabajar, tratar con clientes (me han dicho que hablo “mkássar”: quebrado), me di cuenta de que no lo es tanto. Aquí soy la venezolana. En Venezuela, la árabe. En México, creo que pocos sabían que conocía Líbano (nunca había estado en este suelo más de tres meses y medio, es la primera vez que vivo en él, en treinta días cumpliré dos años) y que el español no es mi lengua materna; era la venezolana de un lejano origen libanés. Quizás siempre somos extranjeros. Cuán inevitable es no recordar a Albert Camus.

“Yo nací libre y, para poder vivir libre, escogí la soledad de los campos. Los árboles de estas montañas son mi compañía; las claras aguas de estos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos”.
Miguel de Cervantes, en “Don Quijote de la Mancha”, página 164.
     Escucho al periodista desde el televisor en la cocina. Su árabe no me permite saber demasiado. Estoy estudiando esta lengua porque de verdad quisiera entender más este país que me ha abrazado, aunque revivir aquí casi la copia de lo que viví en Venezuela es tan desgastante que al mismo tiempo quisiera no llegar a más.
     Regreso a los zapatos especiales. Me alejo de esta cama. Alcanzo la ventana. Los pinos parecen no extrañar la intensa brisa; mi cuerpo sueña pronto volver a echarse entre ellos. Al concentrarme sólo en esto, nada parece quebrado: ni mi libanés, ni las ramas por la tormenta, ni mi ánimo por estudiar árabe, ni mis pasos. Mi mente descansa.
Ghaza, El Valle del Bekaa (Líbano), 14 de diciembre de 2019.



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