domingo, 21 de agosto de 2016

Bekaa: más de un valle

Ghaza, El Valle del Bekaa, 19 de agosto de 2016.

“…colocó el joven la imagen ante sí, tomó la pluma y comenzó a verter sobre el pergamino los sentimientos de su corazón”.
     Son las once y once de la noche. Sigo con “La voz del Maestro”. Sin voz pido silencio. Anhelo estar a solas con él y este grillo, pero a mi esperanza le inquieta darse cuenta de que ninguno de los dos podrá complacerme: el mismo insecto pronostica que -con el tábel y la repetitiva “Dalgouna” para el dabki- la lejana -y a la vez cercana- boda no acabará pronto.
     Tomo mi cuaderno. “La vida es un suspiro”: lo escribo y me pregunto cuántas veces, en mis treinta dos años, lo he plasmado ya. Cierro mi cuaderno, lo meto en mi vieja maletita, mas aún quiero tenerlo. Lo retomo. Veo la pluma y la página aún en blanco e imagino el pergamino. “¿Cuándo acabará esa boda?”: casi lo plasmo. “…tomó la pluma y comenzó…”: sin releer, repito las palabras de Khalil Gibrán. Quiero plasmar mis sentimientos.
     Cierro mi cuaderno. No lo meto en mi vieja maletita. Lo dejo en esta cama. El tábel está por callar. Escucho un durbaki. Casi sin voz pido silencio. Retomo el libro. Muchas voces aterrizan en sus páginas reviviendo el viaje que, hace casi dos semanas, hice a Bsharri. En mi mente regreso a mi foto al frente de la casa de Gibrán. Regreso a sus paredes, al candado -en su puerta principal- que grita que el tiempo para las visitas ha terminado. Y es el mismo tiempo el que me grita que quizás esos árboles -sobre el candado- que me conocieron, le conocieron a él.
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     No sé a qué hora cerré mis ojos. Despierto. “¡Allahu ákbar!”. El libro ha quedado entre mis piernas. El muecín avisa que una abuelita del pueblo ha partido de este mundo.
     Tomo el desayuno sin fijarme en la hora. Sin saber qué estoy buscando, me dirijo a mi librero, tomo este libro, luego otro. No sé qué leo. Mi corazón sabe que él sigue en aquel lugar.
     El calor me dice que el mediodía ha pasado. Vuelvo a las páginas de la misma obra de Gibrán. En mi mente regreso a mi foto caminando desde su casa hacia su museo: y aquí están las fotos, los libros; los desnudos, las caricias, los retratos, las miradas… los caballetes; la alfombra, la cama, la silla, la mesa, la hoja, la pluma, la tumba. Ya sé: estas páginas huelen a la humedad frente al epitafio.
     “¡Allahu ákbar!”. Cuánto tiempo he pasado en esta cama. Se acerca el atardecer. “La vida es un suspiro”: lo imprimo en mi mente mientras atravieso mi mano entre mis piernas para alcanzar mi cuaderno y buscar en él lo que transcribí, hace casi dos semanas, allí parada, acompañando a la humedad frente a la tumba. Ahora quiero transcribirlo aquí. Y quiero plasmar mis sentimientos.
     Veo mi vieja maletita. Sobre ella regresa cada libro, cada retrato, cada desnudo, cada mirada, cada caricia, cada foto. Porque una vieja maletita no es más que la reunión de nuestros cuadros, es decir, de nuestras vivencias convertidas en humedades, lo único que nos llevaremos a la tumba.
     “The epitaph I wish to be written on my tomb: ‘I’am alive like you And I now stand beside you Close your eyes and look around You will see me in front of you. Gibrán’”.
     “La vida es un suspiro”: ahora sólo lo canto. Preparo una rápida cena. Vuelvo a esta cama. Es tarde ya. Guardo mi cuaderno, también mi libro, en mi vieja maletita. Sin releer, sin voz repito las palabras de Gibrán. Hoy no hay boda. Con voz agradezco el silencio y con él retomo este aparato. Cada tecla vierte mis sentimientos. Cierro mis ojos y veo a mi alrededor. El mismo grillo lo pronostica: la voz del Maestro permanece en mi corazón.

*ladendalal@hotmail.com / Facebook: "Vereda Anónima" y "Correctora De Estilo Isla de Margarita".

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