Ghaza, El Valle del Bekaa, 19 de agosto de 2016.
“…colocó el joven la imagen ante sí, tomó la pluma y comenzó a verter sobre el pergamino los sentimientos de su corazón”.
Son las once y once de la noche. Sigo con “La voz del Maestro”. Sin
voz pido silencio. Anhelo estar a solas con él y este grillo, pero a mi
esperanza le inquieta darse cuenta de que ninguno de los dos podrá
complacerme: el mismo insecto pronostica que -con el tábel y la
repetitiva “Dalgouna” para el dabki- la lejana -y a la vez cercana- boda
no acabará pronto.
Tomo mi cuaderno. “La vida es un suspiro”: lo
escribo y me pregunto cuántas veces, en mis treinta dos años, lo he
plasmado ya. Cierro mi cuaderno, lo meto en mi vieja maletita, mas aún
quiero tenerlo. Lo retomo. Veo la pluma y la página aún en blanco e
imagino el pergamino. “¿Cuándo acabará esa boda?”: casi lo plasmo.
“…tomó la pluma y comenzó…”: sin releer, repito las palabras de Khalil
Gibrán. Quiero plasmar mis sentimientos.
Cierro mi cuaderno. No lo
meto en mi vieja maletita. Lo dejo en esta cama. El tábel está por
callar. Escucho un durbaki. Casi sin voz pido silencio. Retomo el libro.
Muchas voces aterrizan en sus páginas reviviendo el viaje que, hace
casi dos semanas, hice a Bsharri. En mi mente regreso a mi foto al
frente de la casa de Gibrán. Regreso a sus paredes, al candado -en su
puerta principal- que grita que el tiempo para las visitas ha terminado.
Y es el mismo tiempo el que me grita que quizás esos árboles -sobre el
candado- que me conocieron, le conocieron a él.
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No sé a qué hora cerré mis ojos. Despierto. “¡Allahu ákbar!”. El libro
ha quedado entre mis piernas. El muecín avisa que una abuelita del
pueblo ha partido de este mundo.
Tomo el desayuno sin fijarme en la
hora. Sin saber qué estoy buscando, me dirijo a mi librero, tomo este
libro, luego otro. No sé qué leo. Mi corazón sabe que él sigue en aquel
lugar.
El calor me dice que el mediodía ha pasado. Vuelvo a las
páginas de la misma obra de Gibrán. En mi mente regreso a mi foto
caminando desde su casa hacia su museo: y aquí están las fotos, los
libros; los desnudos, las caricias, los retratos, las miradas… los
caballetes; la alfombra, la cama, la silla, la mesa, la hoja, la pluma,
la tumba. Ya sé: estas páginas huelen a la humedad frente al epitafio.
“¡Allahu ákbar!”. Cuánto tiempo he pasado en esta cama. Se acerca el
atardecer. “La vida es un suspiro”: lo imprimo en mi mente mientras
atravieso mi mano entre mis piernas para alcanzar mi cuaderno y buscar
en él lo que transcribí, hace casi dos semanas, allí parada, acompañando
a la humedad frente a la tumba. Ahora quiero transcribirlo aquí. Y
quiero plasmar mis sentimientos.
Veo mi vieja maletita. Sobre ella
regresa cada libro, cada retrato, cada desnudo, cada mirada, cada
caricia, cada foto. Porque una vieja maletita no es más que la reunión
de nuestros cuadros, es decir, de nuestras vivencias convertidas en
humedades, lo único que nos llevaremos a la tumba.
“The epitaph I
wish to be written on my tomb: ‘I’am alive like you And I now stand
beside you Close your eyes and look around You will see me in front of
you. Gibrán’”.
“La vida es un suspiro”: ahora sólo lo canto.
Preparo una rápida cena. Vuelvo a esta cama. Es tarde ya. Guardo mi
cuaderno, también mi libro, en mi vieja maletita. Sin releer, sin voz
repito las palabras de Gibrán. Hoy no hay boda. Con voz agradezco el
silencio y con él retomo este aparato. Cada tecla vierte mis
sentimientos. Cierro mis ojos y veo a mi alrededor. El mismo grillo lo
pronostica: la voz del Maestro permanece en mi corazón.
*ladendalal@hotmail.com / Facebook: "Vereda Anónima" y "Correctora De Estilo Isla de Margarita".
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