domingo, 31 de julio de 2016

Bekaa: más de un valle

Ghaza, El Valle del Bekaa, 30 de julio de 2016.

Faltan ocho para las ocho de la noche. Por fin he llegado a mi habitación. Echada en esta cama, releo esta misma servilleta. Paz. Prendo esta computadora que, desde esta mañana, me espera en este colchón: necesito desahogarme. Paz.
     Faltan ocho para las ocho de la noche, mas sigo en esta tarde, en el carro, detrás del copiloto, viendo por la ventanilla, intentando vencer -con un chicle- mi mareo por escribir -desde Beirut hasta el Bekaa- mi mismo desahogo en esta misma servilleta. Paz.
      Son las seis y seis. Salgo del centro comercial. El tráfico sonríe. Con mi estornudo, mi nariz me recuerda mi alergia a las ciudades. Son las seis y seis. No todas las casas, no todos los edificios sonríen; no, ellos no sonríen; ellos, los aún atropellados, los aún deshabitados, los aún testigos de una y otra guerra; ellos, los aún temerosos del mañana. Paz.
      Son las seis y dieciséis. Sin dejar mi servilleta, tomo mi bolso, saco mi cuaderno y, en la búsqueda de una página en blanco, me detengo en mis palabras de un muy cercano ayer: “Una vieja fotografía es un respiro, una tregua que nos bendice con el recuerdo de que no somos eternos”. Veo por la ventanilla. Detallo estas montañas. Nada sonríe. Quiero tomarles una foto. Busco mi teléfono celular. La batería ha decidido descansar.
      Vuelvo al verano de 1988, cuando por primera vez pisé estas tierras. Estoy en la montaña, a pocos metros del Sultán Yacoub, en El Valle del Bekaa. El recuerdo de ningún estornudo me cuenta de mi -desde siempre- amor al campo. Revivo mi felicidad desde lo alto, observando cada piedra, cada sembradío; disfrutando la fiesta de las mariposas, de los pájaros. Sigo allí. Estoy con mis abuelitos, mis papás, mis hermanos, mis tíos y mis primos, posando para una y otra foto.
      Regreso. No veo la hora. El sol no se ha ido. A mi derecha: un gran número de carros estacionados, adaptados para la venta de café. A mi izquierda: un gran número de banderas, cada una celebrando el Día del Ejército. Regreso, regreso a estas montañas. Nada, nada sonríe. Deseo llegar a mi habitación. Paz.
      -Ninguna demanda ha podido detenerlos –me afirma el piloto-. Se creen dueños de nuestro planeta. Destruyen y destruyen, todo por obtener arena para la construcción. Es ilegal, lo saben, todos lo saben, todos lo sabemos, sin embargo, nadie los ha detenido ni los detendrá. Así estamos, hija. Así estamos.
      Kilómetros atrás: las casas, los edificios, testigos de la guerra del hombre contra el hombre. Aquí, frente a esta ventanilla, más allá de la venta de café, más allá de las banderas: estas montañas, testigos de la guerra del hombre contra la naturaleza. El mareo no me detiene. Resguardo la servilleta en mi mano izquierda. Mi mano derecha encuentra la página, le dice adiós a su blanco y escribe: “Puedo pedir otro café. Puedo mandar a hacer otra bandera. Pero ¿cómo...? ¡Cómo recupero una montaña!".
      Aquí, sobre mi cama, suspiro y repito mi definición de una vieja fotografía y, con ella, en mi memoria aparecen las palabras que plasmé en otro cuaderno, en un no muy cercano ayer: “Si día a día se recordara la muerte, reinaría la humanidad”.
      Faltan diez para las diez de la noche. Resguardo la servilleta en mi cuaderno. Lo cierro. También cerraré mis ojos: al igual que la batería de mi teléfono celular, ansían descansar. Apagaré la computadora. Por fin he llegado a mi habitación, mi paz.

*Facebook: "Correctora de estilo Isla de Margarita" y "Vereda Anónima".

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