jueves, 3 de marzo de 2016

Es para ustedes*


Hoy, muy temprano, después de nuestra rutinaria caminata, mi papá y yo decidimos entrar al supermercado para ver si encontrábamos servilletas.
Por los pasillos vimos a mi vecina, quien nos dijo que ayer, a las ocho de la mañana, al bajar a pasear a su perrita alrededor del edificio donde vivimos, se le acercaron dos hombres que iban en una moto, y uno de ellos se bajó y le robó su pulsera.
-Ni era de oro. ¡Qué susto tan grande! A ninguna hora podemos estar tranquilos.
El desánimo en mi ser lo vi reflejado en mi papá, sin embargo, esta vez no mencionamos nada sobre nuestra dolorosa realidad; callados, continuamos nuestro andar por los desolados pasillos que más nos desalentaron.
No encontramos servilletas. Había leche líquida (de Costa Rica) y permitían que cada persona comprara cuatro litros. Cada mañana, al salir a caminar, él y yo llevamos el dinero necesario para un café después del ejercicio. Al llegar a la caja para pagar los ocho litros, nos dimos cuenta de que ya nos quedaban ciento cincuenta bolívares.
-Señor, disculpe, mi hija y yo entramos por otra cosa que no hallamos, y como no vinimos preparados para comprar esto, lo que tenemos no nos alcanza y debemos dejar dos litros de leche; ¿los quiere? -mi papá le preguntó al hombre que estaba formado delante de nosotros, a punto de pagar sus artículos.
-No, gracias, casi no tomo y aún me queda un poco... Ay, amigo, qué increíble que, viviendo lo que vivimos, a estas alturas todavía algunos digan que estamos bien.
Yo lo escuchaba, quería hablar, pero sus palabras ligadas a la gran cantidad de productos inexistentes en el supermercado, y a la tristeza y preocupación (que ya eran mías) de mi vecina, y a los otros tantos problemas de nuestro país, me hicieron seguir callada.
-Señorita, por favor, ¿me cobra esto? -el mismo hombre le pidió a la cajera que le sumara la leche que mi papá y yo no podíamos llevar, y al yo verlo recoger sus bolsas, a un paso de irse, rompí mi silencio:
-Hasta luego, señor, que tenga un buen día -creo que no terminé de pronunciar la última sílaba cuando escuché:
-Es para ustedes. Hasta luego -señaló la bolsa que allí dejó para nosotros, en la que estaban los dos litros de leche que él acababa de pagar, y se fue tan rápido que espero que mi voz -mientras estuvo en silencio- haya descansado lo suficiente para que mi feliz "¡Muchas gracias!" le haya llegado.
Desde aquí -deseando que, por esas cosas de la vida, estas palabras aterricen en sus manos- reciba usted, amable señor, de nuevo nuestro agradecimiento por ese inesperado bello detalle que hizo sonreír a mi ser, sonrisa que vi reflejada en mi papá, sonrisa convertida en una voz que de inmediato llegó: "Gracias a la vida por este momento que me hace repetir -muy dentro de mí- que nuestro país es hermoso, que su gente es noble y que todo mejorará".
Te amo, Venezuela.
*Este texto apareció, en este espacio, en abril de 2014.

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